Avelino

Cuando las troupes de teatro llegaban a la ciudad, Avelino se ponía nerviosito. Desde antiguo deseaba ser artista. Siempre quiso subirse a las tablas. ¿Insatisfecho con su vida? ¿Envidioso de la libertad consustancial al mundo de la farándula? Con certeza no lo sé, pero seguro que un poquito sí. Avelino anhelaba ser actor para vivir otras vidas siquiera brevemente, aunque el verdadera motivo, la oculta razón que lo movía, al menos en su imaginación, era, con las actrices, poder convivir, cohabitar y quién sabe si algo más («amistad y lo que surja», que decían las páginas de contactos de las revistas picantes que le gustaba leer). Margarita Lahoz, la diva nacional, lo traía por la calle de la amargura: «¡ay, si yo pudiera saludar, hablar y lo que surja con la gran Marga, con la bella e insuperable Marga!», decía Avelino para sí. Y resultó que ese año la compañía de teatro y variedades  de Margarita Lahoz pararía en la localidad.

La semana de Ferias, cuando tenían lugar los principales espectáculos festivos y teatrales, Avelino era un auténtico azogue, no paraba quieto en casa. Se levantaba temprano y acudía presto al Hotel París, alojamiento habitual de las compañías teatrales que visitaban su ciudad. Se acomodaba en la cafetería del establecimiento y pese a sus estrecheces económicas, allí que se pasaba las horas con uno, dos y en los días centrales hasta tres cafés. Todo le compensaba con tal de poder estar cerca de los artistas que se hospedaban allí durante esas fechas.

Aunque normalmente sus excesos cafeinómanos no buscaban otra satisfacción que la de ver deambular de un lado para otro a los integrantes de la troupe, esta vez para Avelino la cosa fue diferente. El primer día que se apostó en la apartada mesa de la cafetería, desde la que ejercía la vigilancia, tuvo dos experiencias magníficas, epifánicas. Una fue ver directamente con sus propios ojos a la Lahoz junto a su partenaire Curro Ledesma, lo que a él, amante del arte teatral, le produjo una felicidad suprema. Pero sería la otra, la segunda experiencia, una auténtica revelación, la que elevó su contento muchos grados. Tal ocurrió cuando Dimas, el barman que lo atendía y al que conocía desde que de chicos acudían juntos a la escuela de Dª Mariana, se le acercó y le comentó que el productor de la Compañía buscaba personas para formar parte de la turbamulta que al final de la obra se abría paso desde el fondo de la escena hasta la batería, queriendo significar con ello el triunfo de la revolución popular.

—¿Y puede apuntarse cualquiera, Dimas?

—Eso ya no lo sé, Avelino. Sólo te diré que he oído que van a hacer un casting o algo así. Yo por mi trabajo no puedo acudir, pero tú claro que puedes. Imagino que con esa palabreja se refieren a elegir actores y que eso es lo que se hace en el teatro, el cine e incluso en la televisión ¿No es así, Avelino?

—Sí, sí, eso es, Dimas.

El aspirante a actor que Avelino era, tras la respuesta dada a su paisano entró en un estado de nervios totalmente desconocido para él. Quizás, pensaba, esta era la ocasión que llevaba anhelando tantísimo tiempo. Si acudía al casting tendría la posibilidad de resultar seleccionado, de subir a las tablas, convivir con sus ídolos e incluso cruzar algunas palabras con ellos, ¡ojalá que con Margarita!

Esa misma mañana el alguacil echó un pregón por encargo de la agrupación teatral recién aterrizada en la población:

«Se hace saber que a esta villa ha llegado una compañía de teatro y variedades que va a representar en el Centro Social de Mayores una obra inspirada en nuestra Guerra de la Independencia. Para poder llevarla a buen efecto dicha agrupación precisa de diez personas, cinco hombres y cinco mujeres. Cualquier vecino que ame el arte de Talía y quiera participar en la representación teatral podrá hacerlo, si es seleccionado para tal fin en el casting que hoy a las cinco de la tarde realizará el director de la misma D. Francisco Ledesma»

Nada más escuchar el pregón dado por Honorio, pregonero y alguacil, Velino partió como un rayo hacia su casa. Tenía que prepararse. Y se preparó: calentó la voz, eligió un vestuario goyesco que estimó casaría perfectamente con la época en que la obra se situaba, repitió hasta la saciedad una frase que pensaba iría como miel sobre hojuelas en el casting: «¡Vivan las caenas! ¡Abajo los gabachos!»…

Media hora antes de la anunciada, Avelino se ubicó a las puertas del Hotel París en una de cuyas salas de conferencias se realizaría el casting de marras. Al poco se vio primero de una fila de unas veintitantas personas entre hombres y mujeres. Por los comentarios que escuchaba pronto cayó en la cuenta de que por edad él era el mayor y por ello se reconocía como el más experimentado, uno de los candidatos con más posibilidades. Los jóvenes que estaban junto a él, por sus conversaciones sobre programas televisivos del corazón, se le revelaban como gente soez y poco culta. Nada en ellos le sugería a Avelino amor al teatro.

Llegada la hora convenida, las cinco de la tarde, esa hora mágica en que los toros huelen la muerte cercana, las puertas de la sala donde se realizaría la selección se abrieron. Una chica, feúcha pero pizpireta, salió y con voz aguda y algo desagradable dio las normas que se seguirían: primero pasarían las mujeres que hubieran acudido ordenadas por edades; después, cuando ellas finalizaran sería el turno de los hombres, los cuales pasarían a la sala ordenados también, pero en esta ocasión sólo por estatura y complexión.

La normativa dictada descolocó un poco a Avelino. ¿No habría que decir texto alguno? ¿Haberse presentado vestido de aquesta guisa tan pinturera sería mérito o todo lo contrario? Al poco tuvo respuesta a todas estas incógnitas.  La selección de los diez figurantes se hizo sólo por el físico, cuanto más gárrulo fuese el aspecto del individuo, mejor. Contrariamente a sus conjeturas, Avelino resultó elegido aunque claramente se le advirtió que debía de presentarse el día siguiente vestido de campesino español normal del XIX-XX y no de majo dieciochesco. 

Por si lo anterior fuera ya poca cosa para que la afición teatral de Avelino se tambaleara, los diez elegidos debían de salir al final de la obra provistos de hoces, horcas y garrochas tras quienes poco antes habrían  proferido insultos contra los españoles por zafios, sucios y malolientes. En este duelo actoral al personaje que Avelino representaba le tocó ser zaherido por una aristócrata gala elegantemente vestida con una robe a la polonaise. Desconocedor de quién era la actriz que daba cuerpo y voz a esta dama francesa que lo insultaba en exceso y que, atrevida por demás, le ha cruzado la cara con sus mitones, Avelino sufre un acceso de Método del Actors Studio y le propina un trompazo que para sí quisiera él en el taller mecánico donde trabajaba desde hacía quince años y donde sufría humillaciones sin fin de su jefe, tío carnal por parte de padre.

Que Margarita Lahoz, la gran Marga, la bella Marga, sufriera por parte de un mindundi que ni siquiera era actor de reparto, tal golpetazo marcó un punto de inflexión en la representación, primera de las dos que la Compañía de la diva haría en ese perdido lugar. Cuando cayó el telón los vítores fueron abundantes y atronadores. Duraban tanto que todo el elenco de la Agrupación comandada por Paco Ledesma, sorprendidos por no haberles sucedido jamás tal cosa, salieron a saludar una segunda vez. Prosiguieron los aplausos. En la tercera salida, el público exigió la presencia en escena de los extras, especialmente del valiente que había golpeado como se merecía a la estirada francesa, a la dama frívola y peripuesta tan larga de lengua. No hubo más remedio que pedirle a Avelino que compareciera y saludara a sus paisanos; la mismísima Margarita Lahoz, recuperada ya totalmente del golpe que éste le había propinado, tomó su mano y juntos avanzaron desde el fondo hasta el proscenio envueltos en las ovaciones. El teatro había encontrado un actor. Casting en estado puro.

Tentetieso

Beatriz sentía un cariño inmenso por sus padres. Cuando cumplió los doce años comenzó a notar algo que la desasosegaba muchísimo: Remedios, Reme para familiares y amigos, vamos, su madre, ya no le prestaba la atención de antes. «¿Me habré hecho mayor y por eso mamá ya no se siente obligada a demostrarme afecto? ¿Mayor? ¿Demostrar afecto? ¿Es que los padres, mamá en este caso, fingen ante sus hijos?»

 

Norberto, Tito para amigos y familiares, vamos, o sea, papá, a diferencia de Reme paraba poco en casa, ocupado como estaba siempre en los negocios. Decía, me dijo siempre, nos decía habitualmente que la educación que nos daba a mi hermana y a mí costaba un riñón, que él quería lo mejor para nosotras, que lo mejor que podía dejarnos era una buena formación, y bla-bla-bla

—Sí, papá, pero mamá no está muy contenta con ese plan —le decía Laura, mi hermana, cada vez que el temita salía a colación

—Sí, lo sé, lo sé, ella querría que cada poco saliésemos a cenar, fuésemos al cine, invitáramos a casa a los padres de vuestras amigas… —pensaba en voz alta Norberto— Pero tampoco hace ascos a la tarjeta de crédito que yo apenas le controlo. Bueno, en fin, hijas, no quiero enfadarme, así que a otra cosa: ¿Qué tal la segunda evaluación? —concluyó.

 

Mis padres cuando no sabían de qué hablar con nosotras tiraban de protocolo. Y el manual lo que rezaba era que había que interesarse por lo que hacían o pensaban los hijos, así que  el colegio, la marcha de sus estudios en el insti e incluso sus amistades siempre era una buena manera de salir de una situación embrollada.

 

—Bien, papá, bien —soltó Laura algo enfadada —. Ya lo sabes, te lo dijimos ayer cuando te mostramos las calificaciones de final de trimestre. Y tú, por si no lo recuerdas, alabaste nuestras notas y dijiste que estabas satisfechísimo de nosotras. ¿Por qué entonces vienes ahora con estas preguntas tontas?

Laura era mayor que yo y solía ir al choque con papá y mamá. No sé por qué lo hacía. A mí me daba un poco de vergüenza oírle decir, sobre todo a papá, cosas a veces muy duras. Con mamá, no sé si sería por solidaridad de género, no se portaba de modo tan agresivo. La verdad es que mamá es un amor, más que una madre yo la veo como una amiga. Pero ¿pueden los padres ser amigos de sus hijos? A eso yo aún no sabría qué contestar, pero Laura lo tiene clarísimo; cada vez que en voz alta hago estas reflexiones y le lanzo la pregunta me responde con un taxativo NO.

 

—¿Te he contado lo mío con Luis? —así, de sopetón, casi sin venir a cuento me lo soltó Laura cuando papá salió de la casa sin responder a su invectiva.

—No, pero tampoco me interesa, ¿sabes? —le contesté algo enfadada dejándola en su nube de tontería. Parece mentira que ella sea la mayor, la teóricamente responsable cuando desde lo suyo con Luis está inaguantable. «Lo mío con Luis», dice la tía, ¡habrase visto!

 

Laura salía con Luis y, debía de ser por eso, vivía en otra galaxia. O protestaba y se incomodaba por todo y con todos, o tenía cara de pánfila y no se enteraba de la misa la media. Iba y venía mentalmente de una cosa a otra, pasaba de esto a aquello sin ilación alguna. Su anterior conato de enfado con papá era buena muestra de ello. Yo la veía como ese payaso que tanto nos divertía de niñas cuando una u otra lo golpeábamos y nunca, nunca, conseguíamos que cayera definitivamente. Estaba Laura siempre en situación inestable pero afortunadamente jamás, al menos hasta el momento, había caído en el desequilibrio más absoluto.

 

—¿Mamá, qué le pasa a Laura? Está tonta últimamente.

—No, Beatriz, no —me respondió mamá—, a Laura no le pasa nada grave; lo que ocurre es que está en la edad del pavo, es una adolescente de libro. No le hagas mucho caso —y me dio un beso de esos que antes me prodigaba con mayor frecuencia y que yo de unas semanas a esta parte estaba echando de menos. La felicidad que sentí al haberla recuperado de nuevo no sé cómo describirla; simplemente diré que me emocionó tanto su beso que casi, casi, se me escapó una lágrima.

—¡Ahí va, mamá, Laura está llorando! —chilló fuera de sí Laura, al verme los ojos enrojecidos tras la demostración de cariño de mamá—. Si es que es una cría, ya te lo decía yo, mami. Venga, nena, llora un poquito más. ¡Uy, qué sensible es ella!

—Deja en paz a Beatriz, Laura. A ver si os lleváis bien, hijas, parece mentira que seáis hermanas. Y tú, Laura, no olvides que eres la mayor. A ver si das ejemplo y te comportas como una chica ya casi mayor de edad y no como una eterna adolescente.

 

Remedios cesó en su faceta de madre educadora cuando cayó en la cuenta de que Tito no daba señales de vida. ¿A dónde habría salido de manera tan precipitada? Desde luego su comportamiento últimamente era de lo más extraño. Entraba poco y tarde en casa; y cuando lo hacía, salía a gran velocidad nada más comer o al poco de levantarse. Remedios se había acostumbrado a su papel de esposa dedicada a la educación de sus hijas; por su parte Norberto cumplía aportando dinero y medios de subsistencia más que suficientes gracias a su trabajo como Ceo de esa consultora tan prestigiosa. En los casi 20 años que llevaban casados no podía Remedios achacar nada a su marido. Pero últimamente, no sabía, algo había en el ambiente hogareño que la perturbaba. Y tenía que ver con Tito, seguro, esa manera de olvidar las notas de sus hijas o de abandonar la mesa a gran velocidad para contestar el teléfono. Desde luego Reme estaba mosca.

 

Todo lo que puede empeorar, lo hará sin duda alguna, formuló un tal Peter no sé cuándo. El empeoramiento eclosionó cuando Remedios fue a recoger de la tintorería esa chaqueta que tanto gustaba a Norberto y que había traído sucia del cóctel que la empresa dio por los beneficios obtenidos durante el ejercicio pasado. Allí, en la tienda, Cuca, la tintorera, al tiempo que le entregaba la chaqueta puso en sus manos unos papeles que había encontrado en el bolsillo interior de la misma. Al abrirlos y leer uno de ellos Remedios empalideció. El mundo que creía tan sólido y en el que había vivido confortablemente durante veinte años comenzó a tambalearse. Parece mentira que un simple papel pueda ocasionar tal tremolina.

 

—Mamá, ¿por qué lloras? —preguntó Laura a Remedios al volver del Instituto y encontrar a su madre sentada en el sofá con lágrimas en los ojos,

—Mami, ¿qué te pasa? —le dije yo nada más llegar a casa de regreso del colegio al verla llorando como una Magdalena.

—No es nada, hijas —nos respondió—, no es nada. Cosas de mayores.

—¿Cosas de mayores? —intervino Laura—. Yo ya soy mayor y no me siento a llorar por eso. Algo habrá pasado para que estés así. ¿Le ha ocurrido algo a la abuela?

—No, no, no ha pasado nada, no os preocupéis. Sólo que…

Y Remedios estalló en una llorera imparable que ninguna de sus dos hijas era capaz de contener. Ambas, Laura y Beatriz, olvidaron sus fraternales diatribas y arroparon a su madre entre sus brazos. Era evidente que algo gordo pasaba, había ocurrido o estaba a punto de suceder. La paz familiar se tambaleaba, el consistente mundo en que estas mujeres vivían se venía abajo. Las niñas aún no sabían el motivo, pero intuían que Tito tendría algo que ver en ese terremoto. De esto estaban convencidas las dos.

—Tito, vamos, papá, vuestro padre —dijo entrecortadamente Remedios— me eeesssttááá engañando —un sentido ¡ay! emergido del fondo del alma escapó de los labios de Reme, al tiempo que volvía a sumirse en sollozos y pucheros mezclados con ininteligibles vocablos—: «cabro….zo; hide…tupadre; mar…azo …»

—Mamá —intervine yo con determinación, al darme cuenta de que de las tres era la única que tenía aún la cabeza en su sitio —, nos dices de una vez qué es lo que ha pasado, has descubierto o sabes para afirmar que papá te engaña.

Remedios me miró con gesto cansado y agotada, sin fuerzas, sacó del interior de la bata que solía ponerse para estar por casa un papel doblado que me entregó. Laura vino corriendo a mi lado para no perderse nada de lo que allí pudiera estar escrito. Lo abrí con cuidado y lo único que vi fue un corazón dibujado sobre el que aparecía, constriñéndolo, una especie de junco trenzado. Bajo el corazón en letras góticas podía leerse «I love you!» 

—¿Y? —le lanzó Laura a mamá.

—¿Cómo que «Y», Lauri? Pues está bien claro. Tu padre tiene una historia con otra por ahí y ella le hace dibujitos y cosas así. Lo que no alcanzo a entender es por qué Tito pudo olvidarlo en la chaqueta que yo iba a llevarle al tinte.

—No sé, no sé, mamá , quizás no sea ese el significado del dibujo. Si te digo la verdad a mí me recuerda las tonterías que yo y mis amigas hacemos en clase cuando estamos aburridas escuchando al profe o profa de la asignatura que sea que habla y habla.

—Tú eres muy pequeña, Beatriz —dijo Laura al tiempo que me hacía a un lado y se abrazaba con mamá como queriendo indicarme que yo no sabía interpretar los mensajes que los enamorados se lanzan entre ellos—, y no sabes de qué va la vaina. Papá, así te lo digo, le está poniendo los cuernos a mamá. Mira, a mí Luis me hace eso y es que…, vamos no sé qué haría ni qué le haría.

En ese momento sonó la puerta de la calle al ser abierta desde fuera; unas llaves tintinearon mientras que quien acababa de entrar en casa las colocaba en la cerradura tras cerrar con un portazo familiar para nuestros oídos. Sí, efectivamente, era papá que volvía a casa de su trabajo. Bueno, de su trabajo o de lo que fuera que él denominaba trabajo. Las tres mujeres nos miramos consternadas: ¿qué hacer ahora, qué decirle a Norberto, a papá, quién hablaría con él…? Sin haberlo convenido optamos por hacer como si nada hubiera ocurrido. El papel delator quedó como olvidado sobre la mesa baja del salón, la que estaba frente al sofá. Que fuera lo que Dios quisiera.

 

—Hola, chicas —contento papá dio un beso en los labios a mamá, vamos a Reme, a la que por el momento seguía siendo su mujer. Mamá estaba pálida y no supo que decirle—. No sabéis lo contento que estoy hoy, por fin cerramos el proyecto de la textil que me ha tenido absorbido el seso estos últimos meses. —Luego su mirada se posó en el papel que contenía el corazón dibujado; lo tomó con indiferencia en sus manos, lo desarrugó mientras seguía hablando de manera exultante y cuando el rojo corazón constreñido apareció ante sus ojos exclamó—: ¡Ah, coño, mira donde estaba el esbozo del lema publicitario de la campaña!

 

Me levanté y tras pasar junto a la mesa pegué un manotazo al tentetieso que llevaba tiempo a punto de quedar tumbado definitivamente. Recobró la posición de siempre. Me fijé en las facciones de payaso, de Jóker, que tenía el muñeco y me dio la impresión de que su boca y sus ojos se abrieron en una sonriente, enorme y enigmática mueca.

Colorado

Comer en el campo le encantaba. De muy joven siempre era su madre quien, tras acercarse a buscarla, se la ofrecía a él y a sus hermanos para disfrutarla todos juntos. A él lo llamaban Colorado por la mancha que, pasando por su ojo izquierdo, le cruzaba la cara desde la frente hasta la barbilla; a su madre, atractiva hembra juncal y jacarandosa, desde siempre se la conoció en el grupo con el sobrenombre de la Andaluza. La llamaban así por su carácter, difícil de doblegar, y por su gracia al moverse que parecía que caminara bailando. Yo pienso que el apodo le iba como anillo al dedo pues jamás conocí otro ser menos remiso a ceder, a mostrarse sumiso ante los demás,  especialmente si eran del sexo contrario. En el grupo de amigos cuando la veíamos con todos los suyos, a los que cuidaba como si le fuera la vida en ello, nos admiraba la solicitud con la que se entregaba. Con Colorado era una madre dedicadísima, le dio de mamar hasta que él se lo pidió;  es más, fue él quien decidió alejarse de las tetas de su madre y no al revés, como suele suceder.

El comportamiento de Andaluza con quienes se le acercaban era desabrido de suyo. Como es lógico, nunca se lo oímos expresar, pero muchas de las veces su actitud con éstos era la de aquel o aquella que exclama eso de «a mí no me torea nadie, habráse visto». Esto lo pude comprobar en más de una ocasión; en realidad, ella se mostraba brava siempre que, bien en grupo o individualmente,  era tentada por aquellos que pretendían conocerla mejor, saber más de ella, intuir a su través la manera de ser de sus hijos. Demasiado cerril, decíamos mientras nos mirábamos los unos a los otros, no sé yo qué futuro le espera si no modifica adecuadamente su comportamiento.

Aunque en Andaluza muchas cosas eran criticables, desde luego su prole no se contaba entre ellas. De todos sus retoños, Colorado pienso que fue su favorito, al que más protegió y defendió cuando sus hermanos o compañeros de grupo lo agredían o decidían apartarlo de sus juegos o correrías. No sé cómo lo logró, pero Andaluza se las ingenió para que su jefe se fijase en Colorado más que en los otros.

Que Emeterio sentía predilección por el consentido de Andaluza fue visible para todos desde el primer  momento. Quizás fuera la nobleza, el buen talante y la magnífica figura de éste lo que le animó a llevarlo de fiesta por los pueblos que las celebraban. Hay que ver lo mucho que Colorado disfrutaba con el corre-que-te-pillo u otros juegos semejantes que practicaba con los niños y el mocerío de esas localidades. Pasaban el día así; luego, cuando el sol caía y las plazas se vaciaban,  Emeterio y Colorado se recogían en su vehículo de motor y, cansados como estaban, regresaban a casa.

Si mucho disfrutaba Colorado en los pueblos, es de ver lo contento que se ponía cuando en el campo cercano a la casa, corría junto a sus hermanos y compañeros. Acumuladas llevaba consigo esta felicidad y experiencia cuando un día, en una de esas festivas carreras populares resbaló, derrotó y topó en tablas haciéndose un daño tremendo. Los chiquillos a los que perseguía aprovecharon ese instante suyo de debilidad y cansancio para echarse sobre sus espaldas, lo que le hizo sentirse feliz y contento. Sin embargo, una vez en que por las calles de un pueblo en lugar de perseguir a chicos y mayores él era el perseguido y decidió pararse y volverse, la cara de susto que vio en sus perseguidores le dio a entender que algo no era como él creía que era. Se asustó.

Pese a esto, le agradaba la sorpresa que generaba en los demás con su detención y cambio de sentido. Cuando tal movimiento efectuaba el tiempo parecía suspenderse, la palidez se apoderaba del rostro de todos menos del suyo, claro. Esos días hay que ver lo mucho que se divertía. Colorado se lo pasaba en grande, pero no llegaba a comprender el motivo del miedo que generaba ese inocente desplazamiento suyo en las personas con quienes jugaba. ¿Sería esa mancha colorada que le cruzaba la cara la causante de tal temor? Lo dudaba, pero era evidente que, sin ser consciente de ello, algo había en él que asustaba. Decidió cambiar.

A partir de entonces, Colorado modificó su conducta. Ya no correteaba como un tonto persiguiendo personas, ahora se paraba junto a ellas y como prueba de afecto procuraba acercar su cabeza a la de ellos. Sorprendentemente esta demostración de cariño y de compañerismo era recibida por la concurrencia con chillidos  y un ¡¡Cuidado!! que tampoco llegaba a entender. Empezó a sentirse un extraño en ese ambiente, ya no disfrutaba como antaño, por ello se acercaba a Emeterio y sin mediar palabra le pedía volver a casa. Al llegar allí, corría a refugiarse junto a su madre que, bien lo sabía él, era el único ser de este mundo que lo comprendía y entendía lo que pasaba por su cabeza.

Un día, unos hombres a caballo llegaron hasta donde Colorado estaba; lo buscaban para deshacerse de él. Emeterio había comentado con ellos su comportamiento y eso supuso el principio del fin. Colorado fue apartado de Andaluza y de sus hermanos, pasó junto a otros cinco compañeros la noche en un feo departamento que, como era verano y hacía buen tiempo, carecía de techo; al día siguiente lo encajonaron y en un camión fue trasladado a la ciudad. Esta vez no viajaba con él Emeterio, su jefe y hasta ese momento —así lo creía él, al menos—muy buen amigo; tampoco el destino era un pequeño pueblo en fiestas. No, ahora iba encajonado, aislado de los otros cinco, camino de una gran ciudad donde los afectos, eso ya se sabe, están más escondidos o simplemente brillan por su ausencia.

Al llegar el transporte al lugar de destino, Colorado y sus cinco acompañantes fueron desenjaulados, al día siguiente sorteados y finalmente confinados en un cobertizo anejo al albero. Quedaba un día para mostrar en esa ciudad el genio, estirpe y bravura que se les suponía a la media docena de ejemplares que protagonizarían el festejo del Corpus Chico. Colorado había quedado en el sorteo como segundo del lote correspondiente a un joven recién llegado de apenas dieciocho años, vamos, casi un niño. Cuando le llegó el turno, Colorado entró en la plaza tranquilo, sin correr; sabía por el conocimiento adquirido durante los dos años anteriores que lo mejor era llevarse bien con las personas, corrieran delante o detrás de él. El chico vestido de luces y con cara de miedo que se puso ante él despertó en Colorado lo más parecido a un colosal sentimiento de cariño. Lo manifestó como él sabía, o sea, se acercó a él, cabeceó, intentó lamerle el rostro…

Los silbidos y los pateos surgieron de tendidos y andanadas como si algo tremebundo estuviese sucediendo. Todo el público esperaba que la suerte de varas metiese en vereda a ese Colorado que parecía no tener ninguna gana de ser toreado. Era evidente que la genética materna se revelaba, quizá de modo algo equivocado, en el joven novillo. El picador lo citaba desde su puesto, los subalternos intentaban ponerlo en suerte, caballo y caballista se movían hacia adelante y hacia atrás para ver si el morlaco se arrancaba y decidía entrar al castigo. Pero no, Colorado no era agresivo; Colorado era un ser vivo que gustaba del juego, de la fiesta cuando ésta era sólo eso, fiesta sin ninguna sangre; y Colorado no iba al caballo, Colorado se alejaba correteando hacia las tablas donde el peligro no existía.

El presidente desde el palco presidencial sacó pañuelo de color blanco acompañado seguidamente del de color rojo, el color de la sangre. Emeterio en esta ocasión actuaba de asesor de la máxima autoridad de la Fiesta. Él sabía lo que significaban esos dos pañuelos, en especial el segundo. Saberlo no siempre equivale a compartir el alcance de ello. Lo que de verdad él sabía es que su buen amigo Colorado no lo merecía. El utrero, por su parte, no supo identificar el castigo que escondía ese pañuelo rojo. Lo conocería en carne propia, pronto sabría que la bondad y el trato amigable no siempre reciben premio; en su caso, todo lo contrario. Entendería que a quien no entra por el aro, a quienes deciden ir a su bola en pleno ejercicio de su libertad, a quienes no se atienen a lo estrictamente establecido, a los indisciplinados, a los injustamente considerados cobardes… se les castiga de manera brutal. Eso significaron para Colorado esos dos hermosos y desganados pañuelos: banderillas negras, banderillas de fuego. Tremendo castigo.

Compás de espera (dueto)

Mucho se acordaba de sus padres, de lo que en España ya desde niño, pero sobre todo de joven adolescente le contaron sobre su nacimiento. En mitad de las refriegas, de los sonidos atronadores, deseoso de abstraerse y en búsqueda del sosiego necesario para intentar dormir, se perdía mentalmente en lo que ellos, sobre todo Alfredo, su padre, le habían relatado. Javier procuraba atrapar los recuerdos entre un bombazo y otro; lo conseguía en ocasiones, pero muchas otras veces ni por soñación lo lograba. Sin embargo, en esta oportunidad…

 

Desde el principio las señales fueron difusas. Es más, puede que hasta los mismos encuentros amorosos se viesen viciados de origen. Me preguntaba: ¿Es normal hacer el amor movido por ideas y finalidades preconcebidas? El deseo de convertirnos en padres nos había llevado a tu madre y a mí a concebir los apareamientos cual si fueran mecánicos y necesarios estadios para alcanzar ese ansiado fin superior. Los sucesivos fracasos convirtieron lo que debía de ser placer, morosidad, deleite y entrega mutua en una inoportuna y desagradable papeleta que había que cumplimentar.

—Alfredo, acabo de tomarme la temperatura basal y estoy en plena ovulación —clamó desde el dormitorio Noelia con tono perentorio.

—¿Pero no me dijiste ayer que este finde podríamos descansar? —respondí algo molesto desde mi mesa de trabajo, donde en el ordenador jugaba al Age of Empyre, juego que me tenía absorbido el seso, y en el que en ese momento me afanaba por lograr pasar la ventana de la conquista de China.

 

Parecía que los impactos de los misiles rusos se espaciaban cada vez más. Su secuencia de caída era cada vez más dilatada. Asimismo, la respuesta ucrania se demoraba. Este cambio de ritmo, paradójicamente devolvió a Javier de su evocación a la cruda realidad; no obstante, algo por el cansancio, y también por la levedad del ataque, al poco la tranquilidad volvió a adueñarse de él. Mentalmente escapaba a España…

 

Si admito la verdad, diría que estaba tomándole cierta repulsión a la coyunda, y mira que, de siempre, en el grupo de amigos calzarme a todo bicho viviente con faldas fue mi incentivo vital, mi razón de vivir. Sin embargo en esa tesitura, con el cientifismo llevado a la cama a lomos del denominado método de la temperatura, tan de moda en el grupo de amigas de Noelia, tu madre, para mí follar se había convertido en una condena a trabajos forzados. No sólo el placer había mutado en trabajo forzado, sino que, además, suponía un auténtico examen personal, cuyo inapelable resultado se conocía apenas dos semanas y media después del coito. Si el óvulo quedaba sin fecundar o, como ya nos sucedió en un par de ocasiones, quedaba huero (mucho más doloroso aún, pues el engaño duraba más tiempo), Noelia y yo entrábamos en una fase de interrogantes silencios y culpabilidades dolosas. Así, nos dijimos, no podemos continuar.

Malena, íntima amiga de mamá, un día nos  habló de ‘Gestclinic’, un centro de planificación familiar que atendía a parejas o a mujeres sin ella, que infructuosamente llevaban tiempo buscando quedarse embarazadas. Malena nos dijo que ella y Luis, su marido, cuando pasaron por lo mismo que nosotros, acudieron allí y ahora tenían una parejita de nenes guapísimos, un par de gemelos.

—Deberíamos de probar con la fecundación in vitro —me comentó un día Noelia—. ¿Qué opinas, Alfredo?

—Tú ya sabes, Noelia que yo estoy abierto a todos los escenarios. A mí ser padre me hace ilusión y verte a ti, feliz, convertida en madre, me encantaría. Vamos, que sí, que cuando tú quieras.

 

La pausa acabó y de nuevo el fuego de mortero y los estallidos provocados por los drones se impusieron. Javier salió de su ensueño, regresó a su realidad. Una realidad que muchos de sus amigos y familiares desconocían al no haber querido él dársela a conocer. Tras los primeros gestos de solidaridad española con el pueblo ucraniano, Javier no se conformó con acudir hasta Leópolis para rescatar a mujeres y niños trayéndolos hasta España. No, él, en su segundo viaje hasta allí, viendo cómo iba el conflicto decidió apuntarse a la Legión Internacional para la Defensa de Ucrania. Sus 28 años, perfecta salud, buena forma física y experiencia adquirida en el ejército español durante los siete años que fue soldado profesional le abrieron totalmente las puertas de la LIDU. Pero, claro, no todo era tan bonito como lo pintaban en el centro de reclutamiento. Entre otras cosas la guerra parecía ahora un conflicto interminable. Javier sólo conocía breves descansos, mínimos momentos de compás de espera que él había aprendido a aprovechar. Una vez más el silencio se adueñó del espacio, y nuevamente la cabeza del joven legionario español escapó de la zona de combate donde físicamente se encontraba…

 

Noelia y Alfredo, en cuanto decidieron acudir al Centro de Planificación Familiar, perdieron la tensión emocional que arrastraban desde hacía meses, si no años. Ingresaron en la tranquilidad amatoria propia de cualquier pareja. No hacían ya tanto el amor, claro, no tenían que saltar a la cama dejando cualquier cosa que tuviesen entre manos, pues el bien superior del ansiado bebé primaba sobre todo lo demás. Ahora sus relaciones sexuales eran más naturales, surgían de manera más espontánea y se centraban en su propio disfrute sin ulteriores finalidades.

Entre visitas a ‘Gestclínic’, varios períodos de tratamientos hormonales, exámenes diversos, extracción de óvulos y de esperma, estudio de la compatibilidad genética entre ellos dos, toda una panoplia de pruebas necesarias y la espera de los resultados de cada uno de los muchos exámenes que les hicieron —así se lo habían contado a Javier— pasaron casi dos meses y medio. Fue entonces que los médicos de ‘Gestclinic’ lograron fecundar cuatro óvulos de Noelia.

Tras este primer paso acordaron, antes de proceder a la implantación de los embriones en el útero de Noelia, dejar que en laboratorio los mismos evolucionasen celularmente y que las fases de mórula, blástula y gástrula ocurriesen en un medio estéril muy controlado. Vamos, que antes de que los ginecólogos realizaran la transferencia de los embriones, pasaron cuatro o cinco días desde la fecundación.

Alfredo aguardaba en una sala de la clínica a que las maniobras de los facultativos en las entrañas de su querida Noelia concluyesen. Le dijeron que la cosa sería rápida, que no demoraría más de unos quince minutos; sin embargo, ya llevaban —o eso pensaba él— como poco, más de una hora. El tiempo se había congelado en una especie de compás de espera que, parecía, nunca iba a concluir. Por fin, se abrieron las puertas de la sala y apareció Ana, la ginecóloga encargada de la transferencia, que con gesto neutro exclamó:

—¡Sorpresa, Alfredo! Cuando hemos accedido a la matriz de Noelia para implantar los embriones nos hemos quedado boquiabiertos. Allí, desarrollándose, ya debidamente implantado, tu mujer tiene un embrión propio, ya casi un feto pues tiene todos los caracteres propios de los mismos a partir de las ocho semanas. Enhorabuena, pues, Alfredo, veo que habéis aprovechado muy bien el impás a que os hemos tenido sometidos.

 

El tableteo de una ametralladora próxima sí que fue una sorpresa para Javier que de este modo salió bruscamente de su ensoñación. El mundo real se le vino encima. Hubo de refugiarse, junto a otros miembros de su batallón, en una de las casas en ruinas de la devastada ciudad. Quizás —pensaba en su huida,  ¡así de absurdo era todo!—, si lograba mantener la vida, encontraría una explicación lógica al relato de sus padres, ahora no sabía si fantasioso o inventado por ellos para él.

 

—Pero qué imaginación tan calenturienta tienes, Alfredo —me dijo Noelia mientras intentábamos que te durmieses tras tu último biberón del día—. Sé que esta historia que me acabas de contar es puro entretenimiento para dormir a Javier y al tiempo evitar nosotros quedarnos dormidos. Habría sido imposible que Ana en los días de extracción de los ovocitos y de la punción de los folículos no hubiese advertido el embarazo que tú has imaginado. La ficción se te da bien, en especial la ciencia ficción, o mejor, como dicen los creadores americanos de contenidos audiovisuales, la fantasy fiction.

—Jo, me has descubierto, Noelia —le contesté—. Pero no me dirás que no te sirven mis locuras y ensoñaciones para llenar los tiempos muertos que, ya desde antes de nacer, Javier nos procura, ¿eh? A propósito, cariño, tengo una duda, ¿finalmente acudimos o no a Gestclinic como sugeriste, hace ya casi un año, antes del nacimiento de nuestro hijo?

 

Mientras, en racimo, siguen cayendo las bombas sobre mí y mis compañeros. En cuanto la lluvia de fuego cese y pause el fragor, volveré a pensar en ellos, en mis padres, en Noelia y Alfredo, que tanto afán pusieron en tenerme, en procurar que yo llegase a este mundo. Incomprensiblemente, yo me empeño en largarme de él. ¿Por qué? ¿Serán mis veintiocho años de vida mero compás de espera entre una y otra nada? Quizás, en algún momento álgido de esta contienda encuentre una explicación válida a este contrasentido.

El accidente

Siempre me ha divertido escribir sobre mí mismo, sobre aquello que me estuviera sucediendo. Siempre, hasta hoy. Estoy no sé dónde, hay luces claras por todos lados y a mi lado pasan veloces muchas personas.Hay, sin duda alguna, más mujeres que hombres. Algunas llevan en las manos no sé qué cosas que toman de bandejas de cartón; otras, en grupo las más jóvenes, ríen con gesto contenido, si bien no pueden evitar transmitir la certeza de su alegría vital. Sí, también hay hombres, jóvenes algunos, pocos, pero muy  fornidos, que transportan con habilidad de un lado para otro a personas como yo; las transportan o simplemente las cambian de lugar aparcándolas con frecuencia en fila a la espera de tampoco sé muy bien qué. ¡Ah, sí, ya sé! A la espera de que alguien –hombre o mujer, últimamente más mujeres que hombres (esto creo que ya lo he dicho, aunque no estoy seguro del todo)- , le mire y diga algo sobre él, decida qué hacer con él.

Sí, como me parece haber escrito más arriba siempre me divirtió hablar sobre lo que me pasaba. Y es que lo que me pasaba por entonces era normalmente curioso y hasta divertido. Hoy, mejor dicho, desde hace unos cuantos meses, no hay nada de gracioso en lo que me ocurre, aunque sí sea novedoso, al menos para mí. Y es que un día me duele aquí, otro día allá; un día me caigo en el baño con peligro de hacerme mucha pupa, y otro… ¡vaya, ahora se me ha olvidado lo que iba a escribir! En fin el caso es que… ¡Eh, eh, acabo de recordar! …Y otro confundo el blíster de las pastillas para la circulación con el de las del colesterol y trastoco la periodicidad de las distintas tomas, y eso a pesar del estupendo dispensador que mi sobrina Irene me regaló en mi último cumpleaños. «Toma, tío, para que sepas sin temor a equivocarte qué día de la semana y a qué horas tienes que tomar tu medicación».

—Muchas gracias, nena —le agradecí con sinceridad—. Esto que me regalas me va a venir de perilla.

—Recuerda, tío, que sólo tienes que ocuparte un día a la semana, por ejemplo los domingos por la tarde, mientras escuchas Carrusel Deportivo, de rellenar con pastillas los siete compartimentos en sus respectivos momentos del día (desayuno, comida y cena) —se empeñó la niña en insistirme, algo desconsideradamente por su parte, pues se diría que me consideraba tonto.

—Sí, hija sí —le respondí molesto—, no estoy lelo. Ni lo estoy, ni jamás lo he estado. Por eso vivo solo y tan contento, sin problema alguno.

—Ya, tío Alberto, lo sé, lo sé. Pero he de decirte, si me lo permites, una cosa: uno nunca sabe en qué momento empieza a perder facultades. Tú estás estupendo, pero debes de ser consciente de tu edad. No todo el mundo alcanza la novena década y mucha menos gente con la claridad de ideas que tú, afortunadamente para ti, demuestras.

 

La cosa es que no sé por qué estoy aquí, en este hospital. A cualquiera que se me acerca le pregunto qué me ha ocurrido.

—Has tenido un accidente, abuelo —responden al unísono mi nieto y su padre.

—¡Pero si hace diez años que no conduzco! —protesto molesto.

—Un accidente cerebro vascular —escucho que me dicen, creo, aunque quizás sea que lo cuchichean entre ellos los sanitarios, o mis familiares, o mi sobrina Irene que acaba de llegar con su primo, o….¡Vaya, parece que se me va la olla, la cabeza! ¿Me estaré mareando?

—¡Ah, coño! —alcanzo a responder antes de que todo se desvanezca a mi alrededor.

Del pasillo en que estaba debidamente aparcado en línea alguien, parece que un hombretón uniformado todo él de blanco empuja la camilla en que me encuentro («Sí, sí, es una camilla. No sé por qué mi cabeza me decía que era una cama») y me transporta por un sinfín de galerías y pasillos. Las puertas de este laberinto se abren de manera automática a nuestro paso. Él, Amadeo creo haber oído que lo llaman unos y otros, sortea con habilidad los obstáculos que encontramos en nuestro avance: enfermos encamillados, enfermeras que acuden presurosas a atender la llamada de urgencia de algún moribundo, familiares que planean qué hacer cuando la abuela fallezca y que, egoístas, ocupan los pasillos…

«Amadeo, cuando lo dejes en quirófano, acude rápido a la 424, hay un código 44…»

Hablan de mí, estoy seguro. O sea, pienso, que es a mí a quien llevan al quirófano, así, sin más ni más. ¿Código 44? ¿Estoy tan grave como para eso? Aunque yo qué coños sé lo que es un código 44…

La cabeza se me va, se me está yendo o se me ha ido y retornado sin darme cuenta. ¡Oh, qué luz tan molesta! No puedo ni abrir los ojos. Sin embargo estoy tranquilo. Recuerdo que… Miro mi mano y la veo llena de tubitos de plástico transparente que enganchan con un distribuidor blanco del que nacen pequeños grifos. Algunas de estas espitas están sin conexión… Estaban me parece, porque…

—Bueno, Manuel, ¿cómo te encuentras? —me dice una hermosa mujer con cofia y atuendo de color verde—. Si te duele o molesta cualquier cosa de las que vamos colocándote, no tienes más que decírnoslo.

Yo asiento con la cabeza mientras observo el tremendo contraste entre la piel arrugada de mi cuerpo desnudo y el que intuyo terso y suave de la amable joven que se afana sobre mí y, bien provista de guantes de látex, recorre con mano experta mis nada atractivos carnosos pliegues que luzco en cintura y pecho buscando no sé yo qué, seguramente alguna pista que les sirva a ella y a sus compañeros para acometer lo que quiera que hayan decidido hacer conmigo. Me siento como cordero llevado al matadero. Pero estoy tranquilo, ya digo, demasiado tranqui…

«Alberto, dame un vial de anaclosil. No quiero que cuando accedamos al interior provoquemos una infección que lleve todo nuestro trabajo al garete» … «Tijeras, gasas…» … «Hilo absorbible de sutura. Grapas. Aguja hipodérmica…» Como si estuviera en el interior de una cavidad escucho voces, sonidos, frases que retumban y no acabo de comprender del todo. Sólo hay una cosa que en mi duerme vela me mantiene alegre, vivo. Son sus ojos. ¿Los ojos de quién? ¿De Lucía?

«¿De Lucía?» Esta hermosa mujer, me pregunto a mi mismo en bucle dentro de la especie de atontamiento mental en que me hallo, ¿será la misma que tan amable se interesaba hace un momento por mí?. Parece que lleva guantes, ¡sí, son guantes!,  y juguetea con los miembros de un cuerpo macilento.  «¿De quién es ese cuerpo exangüe? Lo veo desde lejos, desde afuera. Pero yo ¿dónde estoy?» Los ojos alegres de la sanitaria contrastan con la fría luz hospitalaria. Algo hay en ellos que me lleva a épocas anteriores de mi vida. Pero «¿cómo se atreve? ¿Será capaz de hacerlo? No lo creo, siempre fue buena persona. Sería una venganza fuera de lugar»

Los sanitarios, ajenos al desajuste y barullo mental que por oleadas se viene y se va de mi cabeza prosiguen profesionalmente su labor. Las batas, mascarillas y bonetes verdes se afanan en desarrollar el operatorio. Con sus manos enguantadas se aprestan a colocar los stents debidos tras haber visto en los monitores la información transmitida en su momento por los dos catéteres provistos de cámara que han empleado. Para llegar hasta la cabeza y deshacer los trombos uno de los catéteres lo introdujeron a través de la arteria carótida interior izquierda. El otro lo emplearon con una simple (¿simple?) finalidad exploratoria y accedieron a la zona por vía inguinal. Pero lo importante es que los stents …

—Los stents, como te digo, Manuel, han logrado abrir las venas y la sangre ha vuelto a fluir —me dice con cara de satisfacción y ya desprovista de su atuendo de quirófano la joven cirujana que me ha operado—.  Si todo sigue así de bien, Manuel, en pocos días podrás abandonar el hospital y seguir con tu vida habitual. Aunque creo que no debiera llamarte así sino decirte don Manuel o si lo prefieres y me lo consientes el Pulpo. ¿Le suena de algo ese nombre?

¡Sorpresa! ¡Es Marta, la alumna díscola y menos estudiosa que tuve en mi vida! No sé por qué mi confusa cabeza y mi memoria de pez creyó que se llamaba Nuria, como esa otra alumna tan estudiosa que siempre estaba atenta a mis explicaciones y que respondía con acierto a todo lo que le preguntaba. Pero no, es Marta, la adolescente armadanzas que hablaba y hablaba constantemente en clase atenta a otras cosas más que a mis explicaciones. «Señorita sobre usted sólo sé una cosa: jamás hará nada en su vida, jamás llegará a nada, jamás…»

—Sí, don Manuel, le digo que la intervención ha salido muy bien. No sabe lo nerviosa que me puse cuando lo vi sobre la mesa de operaciones. Tenía miedo de cagarla, perdón profesor, quiero decir miedo de que algo saliese mal. Y es que, se lo tengo que decir, no lo sabe usted bien, para mí en ese período de  mi vida, el Pulpo…; la de veces que he recordado esas frases que me dirigía usted diciéndome que de seguir portándome mal fracasaría y no haría nada de provecho en mi vida.

—Tú te llamas Marta, ¿no es así? —le digo entre sueños

—Sí, don Manuel. Soy Marta, la alumna más revoltosa que quizás haya tenido.

—O sea que yo era el Pulpo. Vaya, vaya, nunca lo supe. Y si alguna vez lo escuché seguro que pensé que el mote iba dirigido para algún compañero. Así de creídos somos siempre las personas, mucho más los enseñantes. Pero sí, sí, creo que me iba como anillo al dedo —y la miro sonriendo—. Ahora, doctora, estoy en sus manos.

—En fin, don Manuel, que el mote le iba que ni hecho a medida es verdad. ¿Sabe o sabes por qué? —yo le envío con mis ojos un mudo doble mensaje, de asentimiento a su tuteo y de ignorancia respecto al porqué del apodo—. Pues te llamábamos así por la cantidad de partes y de malas notas que nos ponías. «No para de ponernos partes y ceros, –dijo alguien un día-. Es como si tuviera más brazos que un pulpo»

—Bueno, bueno, bueno, todo esto está muy bien, queridos bremenautas —restalló potente, interrumpiéndome, la voz de Josep—. Me parece que la historia del profe anciano y la díscola alumna no está mal. Pero yo dije que de lo que se trataba era de darle al relato el tono propio de un autor nonagenario (olvidos frecuentes, confusión de nombres, búsqueda infructuosa de palabras, salidas mentales de contexto, olvido de lo inmediato y sin embargo claridad absoluta en lo referido al pasado, etc., etc. ). ¡Ah, que me decís que ya se lo estáis dando! ¡Ah, que es que prácticamente ya sois nonagenarios! ¡Vaya unos exagerados que estáis hechos! No sé, no sé. Salvo en la poca motilidad que manifestáis en cualesquiera de vuestros miembros, no os veo yo demasiado gagás —masculló irónico, sarcástico, cruel, el muy ladino—. Pero, en fin, prosiga vuesa merced.

—¿Pulpo para cenar hay hoy, doctora? Te conozco, te conozco, chiquilla. Me has dicho que te llamabas… ¿Lucía?

—No, Manuel, no, Lucía —dijo la doctora tras consultar la ficha de paciente que le había pasado la enfermera encargada de la planta— es tu mujer. Yo soy Marta, la médico cirujano que te ha intervenido del ictus que has sufrido.

—Recuerdo, doctora, que eras muy revoltosa en clase. Pero claro de eso hace ya muchos años. Veo que ahora eres neurocirujana, vaya, vaya, y parece que una magnífica profesional. Ahora bien a esa Lucía de la que me hablas no la conozco de nada.

Pasada una semana sin contratiempo alguno, salí del hospital. La verdad es que no sé si hubo alguna cosa que trastocase mi recuperación, y tampoco soy muy consciente de si pasé ingresado una semana o quizás más, ¿un mes…? No sé, no sé. El caso fue que ya en la calle no sabía a dónde dirigirme. Le dije al taxista, que me llevase a mi casa, claro. Afortunadamente, una gentil joven, que dijo llamarse Irene, se ocupó de hablar con la conductora. Me dio la impresión de que ambas se conocían, aunque, claro, es imposible que esas dos mujeres fuesen amigas. Bueno, no sé…

 

Marta tuvo la gentileza de acompañar a Manuel y a su sobrina Irene en el coche que conducía Lucía. Sentía curiosidad la antigua alumna por conocer la Residencia de mayores a donde los familiares del Pulpo habían decidido llevarlo. «Es imposible que vuelva a vivir solo. Tenemos que ingresarlo en un Centro para que cuiden de él. Nosotros no podemos». Marta, en su fuero íntimo, aprobaba la decisión tomada, si bien ella en eso no tenía voz ni voto. Pero quería para el Pulpo, para Manuel, ya y para siempre don Manuel, lo mejor en el poco o mucho tiempo que le quedase. Quería devolverle, aunque él no se enterase ya de ello, el tremendo favor que sus enfadados avisos de profe de Ciencias le hicieron durante su adolescencia. Gracias a esos partes, a esos ceros y a esas aparentemente devastadoras frases la chica atrevida que ella fue abandonó los malos derroteros por los que se había internado viniendo a parar en la profesional, atrevida también, que ahora era. Devolver favor por favor, en su momento imperceptibles ambos para sus beneficiarios, tanto para Marta, ayer revoltosa y parlanchina, como para Manuel “el Pulpo”, alzheimico hoy y ayer magnífico modificador de conductas.

Aranjuez y mi amor

Habitualmente, cuando viajo en el tubo, suelo perder la noción del tiempo observando a los viajeros que están frente a mí. Antes, cuando la costumbre de estar constantemente mirando el móvil aún no se había generalizado, no me era tan sencillo fijarme en la expresión de los rostros y en la forma de los cuerpos de mis ocasionales compañeros de viaje. Ahora todo es más sencillo: nadie mira a su alrededor, todos están sumergidos en el wasap no vaya a ser que algún amigo o conocido haya reaccionado a lo que sea y él o ella se lo hayan perdido.

El domingo pasado tomé el metro a la hora de mi rutina dominical, o sea, a las 12,30 de la noche. Ese día de la semana cerramos el restaurante antes e incluso hay temporadas en las que sólo servimos comidas y nos saltamos la cena por ausencia de clientes. Pero no, ese 13 de febrero había habido cierto jaleo desde las ocho de la tarde, quizás la horterada de ser la víspera del día de los enamorados tuviera algo que ver, seguramente. El caso es que volviendo en la 7 a mi casa no pude por menos que fijarme en ella. Era monilla, fina de facciones, con unos ojos que, pese al cansancio de la hora –ya digo, casi la 1 de la madrugada-, me atraparon desde la primera mirada. ¿Era ella quien me miraba o yo quien le había lanzado el señuelo? Ahora mismo no sabría decirlo. Seducir o ser seducido es algo difícil de discernir; ambos movimientos emocionan igualmente.

A la altura de Canal ella se levantó y buscó la puerta del vagón, aún cerrada al estar el convoy todavía en movimiento. Era alta, con unas piernas increíbles que surgían de unas bastas botas de recluta y se perdían en el interior de una falda tableada. Esperando la apertura de puertas me lanzó un último vistazo como si simplemente comprobase no haber olvidado nada sobre el lugar en que había estado sentada. «No está mirando el asiento, me está mirando a mí», me dije mientras con sutileza crucé mis ojos glaucos con los suyos, también verdosos. Ella pareció turbarse y sin más levantó la manilla que abría las correderas. Salió rápida y aunque la seguí con los ojos se me perdió en las escaleras mecánicas que buscaban la calle.

 

No la he vuelto a ver desde ese día, hace ya varias semanas. Sin embargo todos los domingos que servimos cenas y vuelvo a tomar la 7 a eso de las 12,30 de la noche me acuerdo de ella. Estoy convencido de que ella no se acordará de mí; es posible que ni siquiera reparase en que yo ese domingo, ya lejano, la observé con interés. Puede que sí, puede que no, eso nunca se sabe. Hoy es domingo de nuevo, son ya la una de la madrugada y como siempre vuelvo a casa tras un duro día de trabajo. No me tengo casi en pie, estoy muerto, las varices se me hinchan tras estar tantas horas levantado recorriendo el salón hacia arriba y hacia abajo tomando las comandas y llevando los servicios. En este estado de conmiseración me encontraba cuando girando levemente la cabeza vi unos ojos verdes que me miraban con interés, transmitiendo al resto de la cara una alegre expresión. Era ella. ¿No se bajaba aquí, en Canal? ¿O es que acaso había entrado en el vagón sin yo haberme percatado? ¿A dónde se dirigiría? ¿En qué trabajaría?

—Perdona —me dijo al ver que yo le sostenía la mirada—, creo conocerte. ¿Vives en Tres Encinas?

—¿Cómo? ¿Que si vivo en Tres Encinas? —respondí algo azorado—. No, pero sí que viví allí durante un tiempo. Ahora he cambiado las encinas por los olivos —añadí, intentando tomar el mando de la conversación.

—Veo que estás hecho todo un conservacionista —la belleza de sus ojos, su viveza, me anegó por completo, apenas si yo podía mantener el tipo—; o sea que has cambiado las encinas por los olivos. Está bien eso pues ambos árboles son poco exigentes y piden poca agua para subsistir.

—Tú también me resultas conocida —no quería que la conversación se acabase, necesitaba mantener el hilo abierto; no sabía a donde quería llegar, pero sí lo que deseaba conseguir: quería cautivarla, seducirla, enamorarla, entusiasmarla… Había en ella algo que me llamaba, que me ataba, que me decía que no era la primera vez que nos veíamos, que me decía que habíamos hablado ya más veces, que nos conocíamos desde hacía tiempo, quizás desde hacía muchos años…

—No sé, quizás nos hayamos visto por ahí —me respondió risueña—, Madrid no es tan grande como parece. Por cierto, ¿tú, cómo te llamas?

—Sí, es fácil que nos hayamos visto por ahí. Yo recuerdo que te vi hace unas semanas en este mismo metro. Te bajaste en Canal. Ah, me llamo Yanay.

—Creo que me confundes con otra persona, no suelo tomar esta línea y menos un domingo a estas horas. Es más, en mis recorridos subterráneos Canal es un nudo de comunicaciones que suelo evitar siempre que puedo. El abigarramiento de gentes y medios de transporte me marean.

Y prosiguió diciendo:

—Qué gracia y qué curiosa coincidencia. Yo también me llamo Yanay

—¿Sabías que ‘Yanay’ quiere decir “respondón, el que responde”? —añadí sonriendo.

—O sea que en mi caso al declararte mi nombre —me dijo entre risas; una maravilla la suya, que me conquistó más que ninguna otra cosa— estoy señalándome como ‘respondona, parlanchina, la que nunca se calla…’.

En estas estábamos cuando la línea 7 llegó hasta su cabecera o final de trayecto, a Pitis. Ahí cabían dos opciones o seguir tonteando recíprocamente a lo Yanay o despedirnos y tomar cada uno el Cercanías o el Bus que nos correspondiese. La casualidad quiso —¿casualidad? Aún, transcurridos ya varios meses desde ello, me lo sigo preguntando— que los dos tomásemos en taquilla sin siquiera habérnoslo comunicado el mismo tren, el C-3a con destino Aranjuez. «Ahora va a resultar que ambos somos ribereños o que residimos en la ciudad de descanso de la Monarquía Hispánica», pensé.

—Veo que los dos viajamos en la misma dirección —le dije mirándola con emoción a los ojos. Ya no me paraba en barras. Yanay mujer me estaba conquistando, si es que no me había conquistado ya.

—Sí que es casualidad, tocayo —la risa parecía acompañar cuanto me decía. Diríase que ella sabía alguna cosa que yo ignoraba, algo que se me escapaba. Ya se sabe que los de sexo masculino (ahora se dice género gramaticalizando, objetualizando, una condición biológica) somos más bien torpes para ciertas cosas—. Cosas más extrañas veredes si persistieres, amigo Sancho —y su risa pasó ya a la condición de carcajada.

«¿Por qué ríe de esta manera? ¿Qué sabe ella, que yo desconozco por completo?» Mi cabeza iba a mil por hora intentando procesar datos y más datos a fin de llegar a alguna conclusión válida. Pero nada, en mí sólo había una certeza: me había enamorado. No sabía lo que era eso, pues la ebriedad anímica en la que me encontraba era totalmente novedosa para mí. Pero sí, eso debía de ser, me habría enamorado, no cabía otra explicación.

—Hay algo en ti —me atreví a decirle mientras el cercanías que nos alejaba de Madrid nos acercaba más y más a la villa del motín contra Godoy— que me atrae irresistiblemente, Yanay.

—Hay que tener mucho cuidado —respondió Yanay con presteza— para no caer en el engaño. A veces los afectos son puro reflejo del propio, como si del efecto rebote de una medicina se tratase.

—¿Qué dices, Yanay. No alcanzo a entenderte?

—Sí, ya veo —me interrumpió—. El amor alcanza a veces el grado de egoísmo. Antes de ahogarse cual Narcisos en las aguas que nos reflejan, conviene atar cabos, sacar conclusiones, meditar. Lanzarse sin más a la emoción, por muy grata que esta pueda parecer, no genera más que desilusión, desánimo.

—Reflexionas en general —le dije— o es una admonición que me estás lanzando, querida amiga.

—Tómatelo como quieras, Yanay —me respondió Yanay—. Tus ojos glaucos me han seducido, tu porte marcial, tu esbelta figura, tus palabras amables. Yo también temo perecer en las mismas aguas. Sé que a veces, cual Eco, me enamoro de mí misma.

—Te miro y me veo reflejado en ti, Yanay —aproximándome a ella miraba sus preciosos ojos verdes. Qué hermosa mirada, ¿era yo viéndome reflejado en un espejo o era otra persona?— ¿Eres tú quien me devuelve el amor con la vista?

—Yo no soy y sí soy Yanay, amigo ribereño —me lanzó con dulzura—. Yo soy tú, del derecho y del revés. Por eso muchos me llaman Eco, pero yo más bien diría que soy puro reflejo, un doble de quien me ve.

 

Todo esto pensaba cuando entré en el número dos de la Calle Príncipe de la Paz. En la oscuridad del zaguán de la vieja casona un espejo fijado en la pared me devolvió la imagen de… ¿de quién: Yanay, Eco, su doble, ella, yo…? Evidentemente de mí. Era yo el único paseante dentro de la inmensa sala desde la que se accedía a mi casa. Me sentí confuso, desdoblado. ¿Había desaparecido ella o es que jamás había existido? Pensé que quizás yo mismo era ella tal y como Yanay me había dicho en ese trayecto hasta Aranjuez. Lo que me confundía era no saber en qué punto del recorrido, en qué momento se había producido la duplicación en hombre y mujer para luego desaparecer. ¿Qué había quedado de esta copia? ¿Sólo un palíndromo?

«Mañana será otro día», me escuché decir en voz alta cuando apagué la luz del dormitorio para intentar dormir un poco. No sabía si lo vivido esa noche había sido cierto, real, irreal o simplemente el deseo de encontrar mi doble, una reproducción de mí mismo. Aunque, pensándolo mejor, quizás lo único que había ocurrido es que mi yo había crecido en falsedad, en hipocresía, y la vida más que con un doble egoísta me pagaba, como me merecía, con doblez, la misma en que llevaba instalado desde no sé ya cuánto tiempo.

La grieta

Que de vez en cuando la tierra tremase bajo sus pies era algo que a Eleuterio y a Pródiga ya ni les preocupaba. No era infrecuente que la cristalería expuesta en las vitrinas de los muebles del salón, donde apenas si entraban alguna vez y que Pródiga cuidaba con esmero, tintinease. Ellos siempre lo achacaron a la vejez del edificio, construido hacía ya casi ochenta años con la estructura arquitectónica que tanto se estilaba por entonces: viguería de madera con arquitrabes finamente tallados en los dinteles de las ventanas. «La madera es un organismo vivo» era la frase que Eleuterio gustaba de repetir hasta el cansancio cada vez que el tintín alcanzaba sus oídos. Pero una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo, vamos que hablar ex cátedra sobre lo ajeno difiere muy mucho de cuando eso mismo o parecido le sucede a uno. No es que Eleuterio formulase su pensamiento en este u otros parecidos términos, pero era evidente que su cabeza se iba por esos andurriales cuando oía entrechocar los finos vasos, las delicadas copas para el licor e incluso los boles, nunca utilizados por demasiado frágiles para un uso diario.

La preocupación de la pareja fue en aumento según pasaba el tiempo y el fenómeno se repetía cada vez con más frecuencia. Al leve tintinar vino a sumarse, en la capacidad de sorpresa de Lute y señora, una grieta que en el mismo salón un día apareció. Al principio apenas si era visible y cuando repararon en ella, rápidamente la achacaron a la vetustez de la pintura de la pared que, según Pródiga, necesitaba ya una manita. Pero para eso Eleuterio era muy suyo e invertir en la propia casa era algo que siempre rehuía.

—Que no, Pro, que no. Sabes que no me gusta tirar el dinero, y gastarlo en la casa no deja de ser una manera de tirarlo. ¿Qué necesidad hay de derrochar un dineral en embellecerla si nunca viene nadie a vernos?

—Hay que hacerlo, Lute, cariño —respondía Pro, gatuna ella, a esta fingida austeridad, manifestación más que otra cosa de la tremenda tacañería de su marido—. Me da que, de seguir en este plan, un día se nos cae la casa encima. ¿No te das cuenta?

—Que cuenta ni cuento, Pródiga, sabes que no me gusta y punto… —. Y de serie, de nuevo salía por su boca la misma letanía, como si estas conversaciones fuesen para él semejantes a esos viacrucis que tiempo atrás, cuando aún acudía a la iglesia, tenía el hábito de rezar.

Pasados unos meses lo que en principio parecía una mera fisura en el gotelé de la pintura se había convertido en una ranura de casi un centímetro de ancho. Eso ya les preocupó un tanto, pero la tirantez en el diálogo entre ambos sobre el asunto era tal que decidieron hacer como si no le prestasen atención alguna, si bien la procesión iba por dentro. Según crecía la ranura en la pared, al tintineo de la cristalería vinieron a sumarse los crujidos y chasquidos provenientes de los puntales y las riostras del armazón del techo. «¡A ver si resulta que lo de la pared tiene relación con estos ruidos que cada vez se oyen más!» Esto pensaban ambos, aunque ninguno se atreviera a decirlo en voz alta para no ser tildado por el otro de alarmista y fantasioso.

Con el tiempo comenzaron a caer al suelo objetos colgados en los tabiques: primero fue un calendario de explosivos Riotinto que mostraba a la famosa mujer morena pintada por Julio Romero de Torres y que Eleuterio conservaba a pesar de que ya habían pasado cuarenta años desde que se lo dieron. Sirvió para decorar durante un tiempo el taller de ventanas que tenía en la localidad onubense de donde era y que tan bien le iba por esos años. Luego vinieron épocas aciagas y la reconversión industrial se llevó la siderurgia por delante. Con el desfallecimiento de la minería de los carbonatos murieron las industrias nacidas a rebufo de la misma y Ventanas y Fallebas S.L. fue una de ellas. Todo fue acabándose, sí, todo menos la imagen de esa mujer que prendía fuego a un cohete de feria y que, pícara, devolvía la mirada a quienquiera que echara un vistazo al almanaque en el que aparecía.

Otro día fueron los platos de Talavera los que pese a estar bien sujetos en sus fijaciones metálicas no resistieron los temblequeos que cada vez más se sucedían. Primero se quebró el de loza, uno bastante feo cuyo motivo pictórico era el escudo del Real Madrid y que, al igual que Eleuterio, todos los miembros de la Peña madridista del pueblo recibieron de regalo una Navidad por el 25 aniversario de la misma. No le importó a ninguno de los dos. Pero cuando a las pocas semanas con un estrépito de mil demonios se hizo pedazos el talavera que adquirieron en México, a donde hacía bien poco habían viajado para celebrar su jubilación y sus bodas de oro, ¡ay, amigo, eso ya fue otro cantar! Los dos estallaron en lamentos, sollozos; a ambos, especialmente a Eleuterio, la sensación de haber tirado una vez más el dinero los ahogaba: «¡Te das cuenta, Pro, te das cuenta! Mira que yo no quería adquirirlo, pero tú nada, dale que dale. ¿Para qué? Para esto, para verlo hecho añicos. Nunca me haces caso y…»

—Calla, calla, por favor Lute —con lágrimas en los ojos y una febril temblequera Pródiga respondió a su marido—, cállate de una vez, hazme el favor. Lo importante no es el dinero que nos costase el dichoso talavera, sino lo que para nosotros representaba, al menos para mí. Siempre lo tuve por símbolo del amor que nos profesamos o que nos profesábamos porque veo, Lute, que tú, que tú… ¡tú, ya no me quieres! —y ocultando la llorera que se había apoderado de ella salió corriendo del salón sorteando los cortantes trozos del plato.

También las fotografías familiares fueron cayendo sucesivamente cada vez que los movimientos se repetían con mayor frecuencia y virulencia. Primero fueron las de la comunión de Alberto, el hijo al que un desaprensivo segó la vida con apenas veinte años; tras él, a los pocos días, el fino marco de madera que albergaba la imagen de Cristinita, la niña de sus ojos, vestidita de primera comunión como si fuera una novia, se hizo añicos al chocar contra las baldosas del suelo. Milagrosamente la fotografía de boda tamaño Din-A4 de Eleuterio y Pródiga quedó bamboleante, sujeta por una alcayata de las dos que durante 50 años la sostuvieron. El movimiento pendular a un lado y otro de la imagen de Lute y Pro cada vez que las vibraciones se producían parecía anunciar el ineludible momento último contenido en el hasta-que-la-muerte-nos-separe que, tan alegres, ambos un día lejano se prometieron ante el altar.

La pareja estaba tan habituada a este temblequeo, casi perpetuo, que ya ni reparaban en él. No se percataron de que en una fotografía de tamaño medio, de esas que las familias solían hacerse con los abuelos en el centro rodeados de hijos, yernos, nueras y nietos, estaba sucediendo un fenómeno cuando menos incomprensible. Un día Eleuterio se dio cuenta de que de la misma habían desaparecido los abuelos y ese tío médico al que jugando al Remy le dio un jamacuco y marchó de este mundo sin dar el coñazo a nadie (¡Un señor!). Lute no quiso decir nada para no asustar a Pródiga; es más, lo que hizo, dados los cambios telúricos acaecidos en la casa, fue voltearla, ponerla de cara a la pared. De vez en cuando se acercaba a ella y le echaba un vistazo: observó que la imagen de la madre estaba bastante difuminada, casi invisible ya; y que la de un hermano que estaba muy malito era ya algo evanescente, aunque aún se le reconocía adecuadamente.

Cuando se produjo el esperado y temido por ambos big bang final, tuvo lugar el descubrimiento. Todo sucedió en forma de un tremendo chasquido seguido de fuertes vibraciones que duraron poco, aunque parecieron eternas. Fue entonces, cuando la fotografía hasta ese momento escondida se vino al suelo y Pro fue a recogerla, que se pudo apreciar: apenas si quedaban visibles en la imagen tres personas de las dieciséis primitivas. Pródiga y Eleuterio se fijaron más y percibieron que la de ella niña estaba como desvaída, clareando, desvaneciéndose sobre el papel. ¿Habría que tomarlo como una advertencia, como el aviso de un oráculo al que voz en alto nada habían preguntado, aunque cada uno de ellos sí lo hubiera hecho en silencio?

Eleuterio frenó su primer impulso de ir a la otra habitación donde, semejante a ésta de Pródiga, una fotografía familiar de los suyos llevaba prendida a la pared desde hacía muchos años. No se atrevió, tuvo un pálpito. ¿Y si en la misma se hubiera producido el mismo fenómeno que en la de Pródiga? ¿Y si él también estuviera casi borrado? La racionalidad se impuso en ambos. No había que hacer caso alguno a este tipo de imaginaciones, de fantasías. No había que preocuparse. No había que creer en malas ni en buenas vibraciones.

 

La pierna escayolada, elevada y sostenida por una especie de pequeña grúa, no impedía a Pródiga meditar, en la habitación de hospital donde se encontraba, sobre la impresionante cabezonería de Eleuterio empeñado siempre en no hacer arreglos en la casa. Estaba muy pesarosa, muy contrariada por ello, llorosa, muy triste. Y eso que, se decía para sí misma, yo al menos he podido contarlo.

Lágrimas en la lluvia

La madrugada del 20 de noviembre no se diferenció en nada de las como poco 20 ó 25 madrugadas anteriores. La noche anterior el soldado Gregorio Gómez, “Goyita”, fue objeto de las habituales burlas y chanzas, quizás en esta ocasión, algo subidas de tono pues a las mismas se añadieron dos felaciones que hubo de practicar y la consabida penetración que siempre sufría cuando Gabino estaba de furriel en la compañía. En fin, como se ve las horas que precedieron al amanecer del día 20 apenas si difirieron en algo de amaneceres anteriores.

—¡Cómo le gusta a la muy puta! —comentaba el corrillo que alrededor de Goyita y el partenaire de turno se formaba. Era una práctica voyeurista que servía también para esconder a la pareja de miradas ajenas; no había que olvidar que este comportamiento se consideraba impropio del estamento militar cuya conducta, así rezaba en las ordenanzas, estaba guiada siempre por la virilidad amén de por la gallardía. Ofrecerse, solicitar o practicar sexo entre hombres era considerada conducta aberrante amén de degradante.

Todo este quilombo habitualmente finalizaba al toque de retreta. Alguna vez había sido tal el entusiasmo de unos u otros que, por ignorarlo, sufrieron arrestos de fin de semana sin salir e incluso varios días incomunicados en el calabozo o en la prevención. Sin embargo de un tiempo a esta parte el temor al castigo había desaparecido. El acuartelamiento llevaba más de un mes con todos sus efectivos siempre de guardia o de refuerzo, así que al nulo efecto que el bromuro parecía hacer en Goyito y adláteres se sumaba la desaparición del incentivo del fin de semana fuera del cuartel.

Cuando a eso de las seis de la mañana de ese día se escuchó el toque de diana, la compañía se irguió de la manera habitual. De la litera superior a la de Casimiro salía como todas las madrugadas la canción de Roberto Carlos ‘Yo quiero tener un millón de amigos’. «Le parecerán pocos amigos a este vaina los que me he echado yo estos meses. No te jode». Casimiro siempre pensaba lo mismo al oír la cortinilla musical de ese programa radiofónico que daba paso a una serie de canciones solicitadas por los madrugadores oyentes. Y mientras estas músicas sonaban, por el pasillo que quedaba entre las dos filas de literas dobles los compañeros iban en ropa interior, semidesnudos o desnudos por completo camino de los aseos. Hacia ellos se dirigían toalla en mano o como el cachondo de Eleuterio en la baqueta de su erección. Como se ve, esa mañana, igual que la noche que la precedió la vida en el cuartel del Regimiento Farnesio de Pucela discurría como siempre.

—¿No te parece que el teniente Blanco está hoy  algo nervioso? —me preguntó durante un momento del recuento matinal mi compañero de fila en la formación.

—Pues no sé —le dije— yo lo veo como siempre, de mala leche, o sea, como todos los días.

—No sé qué decirte —prosiguió Mariano, que así se llamaba quien creía haber percibido un cambio importante en el comportamiento del oficial de la sección de nuestro escuadrón—, los tenientes llevan hablando, nerviosos, con los alféreces desde primera hora. Y acaba de ser llamado el Capitán del escuadrón a una reunión en la Comandancia del Regimiento. No sé, chico, me da mala espina. ¡A ver si Paquillo la ha palmado!

—No jodas, tío, ojalá que no sea así. Que yo tengo permiso del teniente para poder asistir este finde a la boda de mi hermana en Soria. Y, claro, si Paco el Rana muere me lo quitan, seguro.

Durante el desayuno sobre los casi doscientos hombres parecía haberse dictado orden de silencio. Sólo el ruido de la cacharrería interrumpía el sonoro mutismo que a esas horas del amanecer sobrevolaba la enorme sala. Los soldados miraban con cara de circunstancia a los cabos primero que de aquí para allá llevaban órdenes, preguntas o simples disposiciones a jefes y oficiales que desayunaban en el comedor adjunto a la sala de la tropa.

Finalizado el desayuno y puestos todos en pie respondiendo a la orden proferida por el capitán Estévez, el comandante del escuadrón ordenó a la unidad dirigirse al salón de televisión para escuchar el comunicado que el Presidente del Gobierno iba a dar a la nación.

«Españoles, Franco ha muerto». La frase resonó atronadora en las mentes de todos cuantos estábamos en ese lugar del cuartel. Las miradas que nos cruzamos no eran de sorpresa sino más bien de temor. Llevaba el dictador tanto tiempo enfermo que ya nos habíamos acostumbrado a su probable inmortalidad. El equipo médico habitual hablaba de tromboflebitis, de insuficiencias cardíacas y respiratorias, de un estado de enorme gravedad, pero esto lo decían día tras día y ya habían pasado semanas enteras. Quizás el manto de la Virgen del Pilar y el brazo incorrupto de Santa Teresa estaban teniendo los efectos benéficos que se pretendían. Era imposible que el Altísimo no echase una mano protectora a quien como Él se calificaba de manera superlativa. Pero no, todo había sido en balde. La naturaleza había dicho su última palabra y ese 20 de noviembre tan celebrado siempre por el Partido Único había admitido en su seno a otro ser superior.

Las compañías fueron pertrechadas con la impedimenta ensayada con antelación y se ordenó a sus componentes subirse a camiones dispuestos para la marcha en el patio de armas. Oculto el temor y el miedo bajo el casco y sin mover un músculo de la cara ocupada sólo en mantener prieto el barboquejo los compañeros de mili, ya casi amigos, nos mirábamos sin vernos. «¿A dónde vamos?», «¿Qué va a ocurrir ahora?», «Nos han dado dos cargadores repletos a cada uno, ¿qué pretenden que hagamos?»… Entre bisbiseos, ante la mirada fría de tenientes y sargentos, los que estábamos sentados en las banquetas dentro de los camiones nos hacíamos estas preguntas que no buscaban respuesta alguna. Todos la imaginábamos: saldríamos a tomar la ciudad, a evitar algaradas, a hacer cumplir la falta de libertad que de seguro se establecería si es que no había sido ya dictada la orden.

 

Hoy ya no existe el Servicio Militar Obligatorio. A los jóvenes, desde tu edad ya provecta, cuentas estas batallitas que ellos oyen como si nada, no les parecen mejores ni peores que las series que consumen ávidos día tras día. Tú, a propósito, has dejado la historia inconclusa, quieres ver si la han seguido y si la quieren conocer del todo. Por fin, Marco, tu nieto favorito, que en este momento ronda la misma edad que tú tendrías en 1975 pregunta:

—Abuelo, ¿qué pasó?, ¿tomasteis la ciudad?, ¿tuvisteis que disparar?…

Y tú respondes lo que para todos constituye una sorpresa y una tremenda decepción:

—No, querido Marco, no. Todo lo contrario. Hubo contraorden y frente a todo lo esperado, y afortunadamente, nos mandaron descender de los camiones, entregar en intendencia chaleco y correajes, y en la armería del Regimiento fusil, casco y cargadores.  A continuación nos reunieron en formación a todos en el patio para decirnos que quedaban suprimidos los servicios especiales de guardia e imaginaria y que marchásemos de fin de semana aquellos que estuviésemos libres de servicio.

—Pues vaya, no lo entiendo, abuelo.

—Que conste que nosotros en ese momento tampoco lo entendimos, aunque sí que lo acogimos con enorme alegría. Quizás la misma que luego nos contaron vivieron los amigos que no estaban haciendo la mili como nosotros. Nos dijeron que el champán corrió con alegría ese día en que quedaron suspendidas las clases ante el temor de lo que pudiera suceder.

—O sea que al final tanta prevención y tanta historia para nada. Me deja frío este relato. A propósito, ¿qué fue de Goyita, vamos, de Gregorio?

—No sé qué sería de él. Lo único que sé es que, según me refirieron, volvió a Tenerife de donde era y se dedicó al mundo del espectáculo. Mi amigo Alberto me comentó un día que alguien le había dicho que le habían contado que un tal Gregorio, Goyo y Goyita en el ambiente, era un importante miembro del colectivo LGTB de las islas. Pero no sé si será verdad. Como tampoco sé si la escena del barracón de antes de dormir que os he contado sucedería en realidad. Como me la contaron os la relato, nada más. Como dice el dicho Non e vero, ma sei ben trovato. Ja, ja. Sabía que os iba a gustar.

Por último Marco me lanzó una peliaguda cuestión:

—Abu, ¿tú crees que hoy podría suceder algo parecido a lo que tú viviste ese día o durante  los meses que precedieron a ese 20 de noviembre?

—Pues no lo sé, Marco. El futuro siempre es imprevisible. Estamos viviendo ahora mismo sucesos que hace unos meses considerábamos impensables. El comportamiento humano es impredecible. Cosas que se nos decían irrealizables, vemos que no eran tales; comportamientos y reacciones personales que pensábamos nos sobrevendrían como consecuencia de las anteriores, mueren dentro de nosotros de manera natural. ¿Qué quieres que te diga? Quizás nos falte aún por vivir muchos otros 20 de noviembre y ojalá que como ese, ya tan lejano, no nos resulten traumáticos sino liberadores. Me da que como dice Roy Batty en Blade Runner nos quedan por vivir cosas que ninguno de nosotros ni siquiera podemos imaginar hoy; también, como dice el mismo replicante, todos esos acontecimientos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Presentación en el Café Comercial de Madrid del «Decamerón del siglo XXI»

El lunes 27 de noviembre los miembros madrileños del Colectivo Literario Bremen presentaremos la colección de relatos Decamerón del siglo XXI en el Café Comercial de Madrid. El evento entra a formar parte de la actividad Lunes Literarios que Café Comercial realiza de manera habitual dicho día de la semana a las 19 horas. El escritor Rafael Soler, alma de estos Lunes Literarios, será quien abrirá el acto dando a continuación la palabra a los miembros del Colectivo Literario Bremen que hablarán de dicha formación: sus actividades, publicaciones y en especial de este Decamerón del siglo XXI

¡¡Nos vemos el lunes 27 de noviembre a las 19:00 horas en Café Comercial!!

Imanol

—Imanol —dijo Andel, jefe de la sección de línea blanca de la Cooperativa—, a partir de la próxima semana serás tú quien se encargue de la planificación y distribución de la carga de trabajo entre tus compañeros. Creo que, dado el buen rollo que generas y el magnífico feeling que tienes con todos ellos, las innovaciones que la empresa ha decidido incorporar en el nuevo producto saldrán adelante contigo sin mayores problemas-

—No podrías haber elegido mejor, jefe —saltó como un resorte Nagore, la chica que todos sabían estaba en relaciones con Imanol—.  No sabes lo mucho que Ima habla y piensa en ese nuevo electrodoméstico. Le tengo que zarandear y llamarle la atención en muchas ocasiones porque, la verdad no está a lo que tiene que estar —finalizó, riendo con picardía.

 

La salida de los trabajadores de la Cooperativa al acabar la jornada laboral siempre recordaba a Imanol, gran amante del cine, el rodaje que los hermanos Lumière hicieran el año 1895 de la salida de trabajadores de la fábrica que ellos tenían en Lyon. Sólo había una diferencia, bueno quizás más de una. La principal era  que en la factoría de los Lumière se fabricaban aparatos de fotografía mientras que la producción en la Cooperativa de Arrasate estaba muy diversificada, si bien Ima y Nagore siempre habían trabajado en la sección de aparatos domésticos.

—Es espectacular la apertura de puertas de la fábrica y ver a los colegas salir alegres con la bolsa termo en una mano y el cigarrillo en la otra—decía Ima a sus amigos de cuadrilla mientras pasaban la tarde en la herriko taberna a la que acudían para ver por televisión jugar a la Real—. No sé cómo deciros, chicos, el buen rollo está dibujado en sus caras; creo que jamás unos trabajadores pueden ser más felices que aquí, en Euskadi.

—Bueno, chaval, deja ya de hablar del curro —le interrumpió Aitor— que hasta el próximo lunes no volvemos. Es momento de pasar a la diversión. Creo que son fiestas en Zumaya, ¿qué os parece si nos acercamos esta noche por ahí? Hay verbena y actúan los Latitud 43, un grupo que tiene mucho rollo.

— Sí, me parece una buena idea, Aitor —respondió Imanol con simpatía—; me lo tengo ya perfectamente organizado: por la tarde saldré con Naiara para ir a conocer a sus padres, que, pienso que ya es hora; a la noche, cuando la deje en su casa, me uniré a vosotros,  a la cuadrilla, vaya.

 

Imanol, —era de verlo, según relataba cada vez que volvía a El Bodón—, estaba en su salsa con sus colegas de la Cooperativa; la vida, desde que marchara a Euskadi hacía ya 22 años, le iba fenomenal. Al principio, todos en el pueblo, cuando conocieron la decisión que había tomado, le mostraron sus reticencias: que si era muy joven, pues apenas acababa de cumplir los 18, que si por ahí arriba a los de por aquí los tachaban de maketos y muertos de hambre, que si no se iba a comer ni un colín con ninguna chica vasca que, además, según Inocencio, su primo y mejor amigo, eran más feas que pegar al padre con un calcetín sudao… Así, entre bromas y veras, amigos y familiares habían intentado hacerle cambiar de opinión, pero Manolillo era muy, pero que muy tozudo.

—No os esforcéis, chicos, —les decía— aquí no tengo futuro; si me lo permitís y no os lo toméis a mal, creo que ni yo, ni ninguno de vosotros tiene por aquí futuro. Las tierras de nuestros padres apenas dan nada, los precios que nos pagan por los productos del campo son una mierda, la administración estatal y también la autonómica nos tienen olvidados, no hay expectativas de mejora alguna, si al menos hubiera un cine… Así que… ¡me voy!

—Si quisieras, Manuel —intervino Inocencio—, y lo sabes desde siempre, en la fábrica de embutidos tienes un lugar en cuanto lo desees. No es una gran empresa, no es la Cooperativa Mondragón, claro, pero si se trabaja con ganas y te gusta tu tierra fácilmente te puedes sacar un sueldo suficiente. Date cuenta de que aquí —prosiguió riendo—la Lumi, y así ha sido siempre, cada vez que te ve pone ojitos de ternerita. Y, no me podrás negar que Iluminación está de muy buen ver. Así que… deberías reconsiderar tu decisión.

 

—¡¡¡Coooorteeenn!!

 

La película sobre la vida que tantos y tantos Manolillos habían vivido en su migración hacia Euskadi hay que detenerla en este punto. La opinión de unos y de otros sobre el mismo asunto, en este caso, la llegada al País Vasco de mano de obra procedente del oeste castellano, y la percepción personal de los protagonistas de esta diáspora difería bastante según quien hablase. Para los emigrados su decisión había sido completamente acertada, pues de haber seguido en la localidad de sus padres y abuelos ahora también ellos serían unos pobres agricultores en una tierra áspera que apenas si les proporcionaría sustento. Para quienes los recibieron los recién llegados no dejaban de ser unos seres ajenos a su cultura y tradiciones enviados —así decían— por el poder centralista de ese Estado contra el que buena parte de la población se había posicionado, algunos incluso con las armas. En realidad no eran más que eso, unos maketos, unos muertos de hambre que por no saber ni siquiera sabían hablar la lengua de los aitás. Y para quienes con pena y dolor los habían visto marchar eran ocasiones perdidas de vidas felices en común; sin embargo nada podían decirle al Manolillo de turno que, al parecer feliz y contento, volvía a pasar sus jornadas de asueto veraniego al pueblo de los padres.

 

— ¡¡¡Aaaccciiióónn!!!

 

Imanol durante su estancia en El Bodón ese verano de la crisis económica hizo por ver a Lumi. La recordaba como a ninguna otra chica que hubiera conocido. Es cierto que en Arrasate tuvo sus más y sus menos con Nagore, pero cuando la cosa parecía ir a mayores y él le pidió conocer a su familia, ella, al principio, se mostró evasiva y, cuando consintió en presentársela, Imanol tuvo que reconocer que para los padres y el hermano de Naiara él nunca dejaría de ser Manuel, algo cuya poca destreza con el euskera, pese a haber superado los cursos proporcionados por la empresa, dejaba patente.  Era evidente que no podría compartir su vida con esa chica tan alegre y simpática; a partir de ese momento tuvo claro que formar una familia en ese lugar no le apetecía nada.

En estas cavilaciones estaba Manuel cuando por el camino de la Fuentina, la calle que iba de la Plaza del Ayuntamiento al abrevadero, vio venir a una mujer con un rodete sobre la cabeza que servía de base al cántaro de agua que portaba. Según ambos se acercaban la cara, formas y porte de la mujer le parecieron reconocibles a, en ese momento y circunstancias, Imanol. Sí, efectivamente, esa mujer se parecía mucho a la chica que… ¡cómo pasa el tiempo, Dios!… le hacía ojitos cada vez que lo veía.

—¡Lumi! ¿Eres tú? —preguntó Manuel a la mujer cuando apenas le separaban quince o veinte metros de ella—. Dime que sí. Sí, sí, yo creo que tú eres… ¡Iluminación Garzón!

—Sí, así me llamo —respondió la mujer—. ¿Usted quién es? Creo no conocerlo de nada.

—¿No me reconoces, Ilu?

Cuando Iluminación escuchó esa abreviatura de su nombre no pudo por menos que retroceder mentalmente veintidós años. Era la fiesta de los quintos, había verbena en el pueblo y ella sabía que esa era su última oportunidad para retener a Manuel.

—¿Eres Manu? —dijo Lumi con voz temblorosa-

—Sí, soy yo. No sabes lo mucho que me he acordado de ti y lo muchísimo más que me he arrepentido cada vez que recordaba esa última noche contigo. Fui un estúpido, Iluminación. Me gustabas mucho y sin embargo movido por no sé qué impulsos suicidas te desprecié. Suicidas, sí, porque fue un ataque hacia mí mismo el que me produje no aceptándote. Ahora veintitantos años después me doy cuenta.

Lumi, Ilu o Iluminación, evocó con nostalgia esa noche ya lejana que tan deseada fue por ella: «Manu, yo te quiero. Creo que te gusto y pienso que los dos juntos podríamos tener  futuro». También, aunque con dolor, llegó hasta su cerebro la desabrida respuesta de un Manuel que sin saberlo aún le contestó convertido en un futuro Imanol cualquiera: «Lumi, contigo no tengo nada que hacer. No pienso unirme a ti para hundirme en la mierda. Un revolcón, sí, pero nada más, no aspires conmigo a ninguna otra cosa»

—Se dice, Manu, que el tiempo todo lo cura —habló Lumi—, pero conmigo no ha sido así. A mí el tiempo sólo ha ahondado aún más la profunda herida que me produjo tu rechazo. Me he acordado de ti, claro que sí a lo largo de estos años, pero no te he esperado. Dice el dicho popular que no hay peor desprecio que el no aprecio, y tú no apreciaste mi oferta de amor y entrega en lo que valía. Vienes ahora a contarme una película que no me interesa, una película en la que no quiero participar, una película que no es la mía, porque la que yo quería para mí acabó hace 22 años. En la tuya formo parte de las tomas falsas, esos metros de celuloide que aunque grabados se desprecian y se tiran a la basura. Me tiraste a la basura, Manuel,  y ahora en esta otra, tu gran éxito vital —prosiguió diciendo con amarga ironía Lumi—, vienes a ver si puedes corregir tu error. No, Manu, no, es imposible subsanar este error tuyo, si es que lo fue. El tiempo siempre avanza hacia adelante, las vueltas atrás, los flash back, son cosa del Cine y esto, mi vida, no es una simple película.

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