Música ensoñadora

 La música de Fleetwood Mac siempre me ha gustado. De joven, o sea, cuando correspondía, quiero decir, cuando yo tendría que haber comprado el LP correspondiente, los precios de los mismos eran prohibitivos para mis bolsillos siempre agujereados, rotos, hueros, vacíos. Y no por ser un manirroto, no, para nada; ruego que me entendáis debidamente: rotos de tanto arañarlos con mis manos vacías en busca de algo aun sabiendo que la ausencia de cualquier moneda era total.

Durante los años de juventud que, escuchando canciones de este grupo, me vienen ahora a la memoria, la gran solución fueron las cintas de cassette. Los amigos con posibles, amantes de la música, se afanaban por satisfacer las ansias musicales de los que nos movíamos uno o dos niveles por debajo. El radio-cassette me supuso un gran alivio pues permitía escuchar música de las emisoras que hacían de ella el centro de su parrilla. Pero si además Javier, Andrés o Jesús nos grababan aquellos álbumes que nos encantaban a todos…, pues para qué quería yo más.

Sí, fueron años fantásticos. La verdad es que la juventud, una vez superadas las inseguridades adolescentes, es para casi todo el mundo un período vital de buen recuerdo. La música nos aglutinaba más que cualquier otra actividad; desde luego, pienso ahora con pesar, más que la lectura de libros. Recuerdo que los más lectores se engolfaban en la ufología que por los años que rememoro hacía furor en todo el mundo. Desde que en julio de 1969 el hombre pisara la luna no hacíamos más que ver por todas partes selenitas, marcianos o jupiterinos interesados en nosotros; los ovnis y los Uri Geler de turno ocupaban nuestras cabezas, formaban parte del entretenimiento popular. Los grupos más afamados del momento publicaban álbumes que exploraban estas temáticas algo lunáticas, desde luego: Días del futuro pasado de Los Moody Blues conoció una segunda vida a raíz de aquello de «un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad». El mundo espacial se impuso en autores como Pink Floyd y otros tantos más; incluso los muy españoles Pekenikes dedicaron a finales de los sesenta un sencillo —single, con estúpido afán cosmopolita decíamos, ignorando la pronunciación inglesa— cuyo tema principal era Cerca de las estrellas y en la cara B una hoy muy olvidada canción que le viene de perlas al tema de este taller: Soñar no cuesta nada. Exactamente eso es lo que estoy haciendo yo en estos momentos: echar a volar la imaginación hacia donde ella siempre suele ir, que no es otra zona que el pasado, el ayer, la juventud, la música…

Dreams, tema principal del álbum Rumours, es para mí elemento central en la discografía de Fleetwood Mac. A través de él transito, regreso entre sus sones a una época ya perdida para siempre: los sueños de una vida que entonces estaba por vivir y que hoy veo desde el ángulo opuesto. Me digo: «No ha estado mal, después de todo». No, no repetiré aquí el consabido «después de todo, todo para nada», que dice el poeta. No, no. Pekenikes, Fleetwood Mac, Moody Blues y tantos más me sirven hoy para soñar, para vagabundear hacia otros mundos a través de sus sonidos y de sus letras que ensalzan la soledad, imprescindible para soñar, para recordar lo que se perdió, lo que tuviste y ambos perdimos. Sí, estos “sueños” musicales me sirven para entre el ruido del mundo lograr evadirme y quién sabe, a lo mejor, hasta realizar alguna de estas solitarias ensoñaciones.

Todo tiene su fin

Pienso que ya llega la hora, que dentro de un momento, todo se acabará

Soy incapaz de sacarme la melodía de la cabeza. Vuelvo y vuelvo a ella sin remedio. Intento recordar su letra, su compositor o cantante. Creo que eran Los Módulos -digo para mí-. Pero no, no era “todo se acabará”. No iba la canción por ahí, no hablaba de consunción. No, no; creo que como casi todas las canciones hablaría de amor. Volveré a intentarlo:

“¿Pienso [o siento}? que ya llega la hora, que dentro de un momento…”

Ta, ra,ra, ra, ri, to, ta, ra, ra, ra, ra, ri… “…que dentro de un momento… te alejarás de mí”. Sí, eso es. “Te alejarás de mí”. Wow, qué alivio. Creí morir, desaparecer, vaya angustia. La verdad es que cada vez me falla más la memoria. Los amigos y también mi mujer me dicen que no me preocupe, pero yo sí me preocupo.

Final de etapa, fin de carrera, fin de curso, fin de fiesta, fin de año, fin de ciclo, final de una época, fin de la era, fin, fin…, siempre fin, final, ¡bluff! Apenas iniciamos algo (una excursión, una comida, un encuentro de amigos) y ya estamos instalados en su final ideando a dónde iremos en la próxima salida, cuándo la próxima caminata, dónde encargaremos la comida siguiente, u organizaremos la reunión posterior.

¿Ignoramos, pasamos, prescindimos del presente? Tal parece. Siempre estamos recordando –¿será por eso que tiramos tantas fotos?– o planificando. Quizás sea porque no queremos protagonizar a plena conciencia el final de lo que sea; quizás sea que cualquiera de estos minúsculos apagamientos se nos antojen un ensayo, un anticipo del THE END con mayúsculas.

Me recuerdo de niño o adolescente, sentado en mi pupitre, escuchar al profesor de turno decir cosas que apenas entendía y menos me interesaban:

− La vida es un instante. Debéis, queridos alumnos, estar siempre alerta −soltaba con ardor, en la época de ejercicios espirituales, don Miguel, profesor de ahora no recuerdo bien qué–. Debéis de ser como las vírgenes prudentes y tener siempre la lámpara encendida. No debéis descuidaros, pues no sabemos el día ni la hora.

−Pero ¿qué me cuentas Miguelín? –decía por entonces yo para mí−. Llevo escuchándote quince eternos e interminables minutos y ¿me hablas de la brevedad de la vida? Aburrido estoy ya de este curso y sé que sólo llevo en él tres meses. Y si esto es así, como en verdad lo es, ¿cómo voy a sentir breve toda una existencia? Creo que podrías inventarte otra historia más convincente.

 

 

Pasaron los años y ahora soy yo el profesor.

−Profesor, profesor, esto es un rollo. Además no sirve para nada −a impertinentes comentarios como éste me enfrento un día sí y el otro también.

−¿Cómo que no sirve para nada? −cuestiono a mi vez, tranquilo y con gesto sarcástico− ¿Cómo que para qué sirve? −suelo proseguir imperturbable.

−Sí, sí, que para qué sirve todo este rollazo que nos tiene ya rayadísimos− se engallan los compañeros de quien quiera que haya hecho la pregunta, sospechando en mí debilidad donde siempre hay reflexión.

−¿Para qué sirve la vida? −respondió una vez a la gallega el interpelado profesor, o sea, quien esto escribe.

−¡……!

−Exactamente. Ahí está la respuesta. No podéis contestar nada. Y es que la vida es un misterio que puede llegar a ser insoportable. Ahora la pregunta os la haré yo a vosotros: «¿Cómo sobrellevarla?»

Tras unos segundos de tenso silencio desde el fondo del aula alguien alzó la voz para decir:

−Olvidándonos de que se acabará, obviando su finitud.

Era Marco, un chico que desde la tarima yo solía ignorar por parecerme un pasota de tomo y lomo, quien de manera tan inteligente había hablado.

−Obviar el final no es posible ni conveniente −le respondí–, pero sí podemos reconciliarnos con lo inevitable disfrutando del presente, viviéndolo en plenitud con todos los sentidos.

−Eso es lo que hacemos, profe, cuando durante el finde hacemos botellón en el parque. Disfrutar del presente y olvidar que la vida está abocada a su final –intervinieron a coro tres o cuatro adolescentes de rostro colonizado por granos y espinillas.

−Sí, lo sé, pero equivocáis el procedimiento. Anestesiáis el cerebro con alcohol en vez de usar vuestra materia gris para disfrutar del presente en su totalidad.

−¿Pero entonces?  

−Aquí es cuando lo que ahora decís que os aburre muestra su completa utilidad. Me refiero al arte, la música, la literatura, el pensamiento reflexivo… El desesperanzado “todo tiene su fin” que señalaban Los Módulos en su famosa canción debemos completarlo con un pertinente «estuvo muy bien mientras duró» o su equivalente “gozar del hoy en plenitud”.

Amor en futuro

—¡Siempre te querré!

—Eso se lo dirás a todas, ¿no?

El silencio te envolverá. A tus oídos llegarán mohines cursis y mimosos emanados de los labios cálidos, tersos y sugerentes de ella.

—No lo creerás, pero con el tiempo caerás en la cuenta de mi verdad y alucinarás completamente.

—¡También yo siempre te querré!— te unirás, crédula y apasionada, a su salmodia amatoria.

El catón amoroso habrá surgido de manera natural de las bocas de ambos. Recordarás y evocarás de nuevo todos los pasos y acciones emprendidas según un protocolo no marcado: pediros vuestros teléfonos móviles, chatear por wasap al principio como simples amigos, citaros días después: «¿El próximo finde podremos por fin…?»… Todo habrá seguido los pasos establecidos y discurrido por los cauces habituales.

—¡Siempre te querré!— repetirá él hasta la extenuación y proseguirá—: Ayer, hoy y mañana volveré y te lo diré y demostraré una y otra vez.

—Pensaré en ello —dirás ya con hartazgo y algo incrédula por tanta reiteración—. Yo también te lo repetiré cien, mil veces,  pero ¿será verdad? Eso el tiempo nos lo descubrirá.

—Para mí será verdad absoluta cuando un día, sorpresivamente, pero con seguridad implacable, tus padres —sarcástico e irónico él te mirará, detendrá un instante en el aire su discurso y proseguirá—: ellos me hablarán de su más que desahogado patrimonio, sus dineros, sus pertenencias. En ese instante volveré con más fuerza aún que antes a la frase de marras. ¿Considerarás esto una fiable prueba de amor?

—Fiable, fiable no lo sabré hasta la resolución de la lucha entre Venus y Marte, dioses del amor y la guerra, que lucharán hasta la extenuación.

Arteramente,  él pensará y siempre así lo creerá que en efecto será entonces cuando la verdad del amor, en un sentido o en otro, lucirá y destacará por encima de cualquier otra consideración. Y mientras este pensamiento le asaltará por sorpresa, ella, su amada, le sorprenderá con estas palabras rotundas:

—Te diré entonces sin pelos en la lengua que me amarás o me odiarás para siempre. Me amarás y caeré rendida en tus brazos; o me odiarás y te arrojaré lejos por tu maledicencia

—¿Maledicencia?  No te comprenderé del todo jamás—. Me mirarás, fijo, a los ojos con enojo.

—Sí, maledicencia. Te lo explicaré, así lo comprenderás mejor: Habrás hablado mal de mí a tus amigos, ellos comentarán tus calumnias con los suyos y estos a su vez lo hablarán con otros hasta que de manera incomprensible, pero cierta e invariable, tus burlas y falsedades retornarán hasta mí como un boomerang. Escucharé en boca de todos ellos todo aquello que tú les habrás confesado al tiempo que a mí ya me habrás cansado y aburrido con tu falso, mentiroso, egoísta, vacío y carente de sentido y significado «¡Siempre te querré!»

Lluvia

Argimiro entró en la consulta amilanado, con temor. Llevaba una serie de días con dolor en salva sea la parte. Por fin decidió hacer caso a Mariana quien, desde hacía ya meses, si no años, se lo llevaba advirtiendo: «Así no podemos seguir, Miro. Sobre todo tú. Noto que sufres y, pese a eso, no quieres acercarte al médico». Y es que a Argimiro, tan liberal y lanzado para otras cosas, le daba una tremenda vergüenza ir al urólogo para contarle que la cosa ya no era como antes.

—Pasa, pasa, Argimiro, cuéntame. ¿Qué te ocurre? —con estas palabras recibió Antoñito al apesadumbrado hombre que acababa de entrar en el despacho.

—Buenas, doctor y… compañía. —tartajeó Argimiro al ver que don Antonio Turrión, el joven y afamado urólogo, le recibía acompañado de dos jóvenes chicas con bata blanca, seguramente estudiantes de los últimos cursos de la facultad de Medicina o, quizás, médicos internos residentes que iban pasando por las distintas especialidades a fin de tener contacto real con la que sería en el futuro próximo su profesión.

—Hola, Argimiro —contestó Antoñito al azorado paciente—. No te preocupes por estas dos personas. Son Pilar y Nieves, estudiantes en prácticas de la especialidad de urología. Quieren empaparse de conocimientos y, al asistir a las consultas para ver in situ las problemáticas de los enfermos, la actuación de los profesionales será de gran ayuda para su formación.

A Argimiro esta presentación y las palabras que el doctor empleó para explicar la presencia de esas dos testigos incómodas no le tranquilizó ni un poquito así. A punto estuvo de salir por patas de la consulta. Sin embargo, el dolor, la incomodidad que sentía en la entrepierna, era tan fuerte que decidió tirar p’alante.

—Bueno, cuéntame, Argimiro, ¿cuál es tu problema? —afable, el especialista quiso transmitirle tranquilidad con sus palabras y el tono de voz.

—Doctor, la verdad es que no sé cómo decírselo, ni por dónde empezar.

—Venga, no te preocupes. La primera vez que se viene al urólogo a muchas personas, en especial a los hombres, les sucede lo que a ti. El nerviosismo les puede y les paraliza. Son tantas las leyendas que corren por ahí, y son tantos los miedos que, de siempre, irracionalmente se tienen hacia nosotros que entiendo perfectamente tu estado de nervios. Mira, si te parece soy yo quién te irá haciendo preguntas y tú simplemente las vas respondiendo. ¿De acuerdo?

Argimiro, mirando a Pilar y a Nieves que hablaban entre ellas ajenas por completo a la conversación médico-paciente, respondió con un hipado y sibilante «Síííí…».

—Veamos, Argimiro, ¿orinas con mucha frecuencia por la noche?

—Bueno, doctor, pues no mucho, vamos creo yo. Eso sí todas las noches me levanto una vez al baño, eso es impepinable.

—Bien, bien. ¿De día, cada cuanto tiempo acudes al servicio?

—Pues ahora mismo no sabría decirle. Quizás cada tres o cuatro horas. Bueno, eso si no me he tomado unas cervecitas, claro. Y es que, usted sabe, doctor, a mí la cerveza me encanta. Raro es el finde que no caen seis o siete jarras, más incluso si la lluvia así lo exige o si me lío por alguna razón. Y le digo que tengo tendencia a liarme…

Parecía que Argimiro había perdido la conciencia de donde se encontraba. De hecho las dos muchachitas, que al oír sus últimas palabras le estaban prestando atención, habían desaparecido de su vista. Ahora sólo estaban él y algún amigo de los muchos que él afirmaba tener en el bar, al que por costumbre acudía desde siempre. Don Antonio ahora era cualquiera de aquellos que con los codos colocados sobre la barra del establecimiento decían «Pon otra» y «Cóbrate» con una celeridad que para sí querrían no pocos profesionales del reparto de paquetería.

—O sea que eres bebedor, ¿no, Argimiro?

—Hombre, doctor, bebedor, bebedor… No, para nada. Yo bebo lo normal, ya le digo, seis o siete cervecitas los findes antes de cenar y si me lío («la verdad es que por H o por B pocos fines de semana son los que no me lío») pues luego tres o cuatro cubatitas. O sea, como comprenderá, lo que cualquier persona.

—Hombre, Argimiro, qué quieres que te diga, a mí me parece algo excesiva la familiaridad que mantienes con el alcohol. La vida se puede vivir igual, incluso mejor, sin tóxicos, ¿no lo crees tú así?

—Doctor, sus palabras me hacen recordar el chiste aquel del enfermo que tras decirle el profesional que dejase de beber, de fumar y de ir con mujeres, a la pregunta de «¿y viviré más así?», el médico le responde eso de «No, pero se te hará más largo». —Y Argimiro, habiendo entrado ya en confianza, no pudo controlar una ineducada carcajada que sorprendió a las tres personas que, atónitas, escucharon la tan conocidísima gracieta.

—Venga, volvamos a lo que nos interesa, Argimiro —le interrumpió don Antonio que veía que la consulta se le estaba yendo de las manos—, ¿tienes dificultad para comenzar la micción o te quedas insatisfecho cuando la finalizas?

—No le entiendo, doctor —exclamó Argimiro mostrando en su rostro una inmensa ignorancia. Fueron precisamente Pilar y Nieves, las que vieron oportuno intervenir en ese momento para demostrar al maestro urólogo sus conocimientos. Así que, dirigiéndose al paciente, casi al unísono dijeron:

—Micción es el proceso por el que la vejiga urinaria se vacía de la urea que contiene. Vamos, Argimiro, miccionar es hacer pis, hacer pipí, orinar o en otras palabras, mear, vaciar, desaguar, evacuar, regar, soltar el chorro, llover…

Fue escuchar las últimas palabras y Argimiro pareció retomar el contacto con el mundo del que se había evadido poco tiempo antes. Su expresión cambió por completo. La tristeza y la cara de preocupación se adueñaron de la situación. Por eso estaba allí. La verdad es que había olvidado que fue precisamente Mariana la que le aconsejó visitar al facultativo al observar su desusado comportamiento.

—Así no puedes seguir, Miro —le había dicho la mujer en más de una ocasión—. Cada día el asunto funciona peor. Sabes que a mí el gusto que me produce es el justito, pero si además te veo racanear, entonces, pues qué quieres que te diga. Yo así no puedo, ¡y no quiero!, continuar —vino a concluir Mariana, levantándose de donde estaba y saliendo de la habitación con cara de pocos amigos.

Era evidente que para ellos la época dorada de vino y rosas había finalizado, llegado a su fin. Argimiro disfrutaba mucho cuando la lluvia los regaba con gracia, con la fuerza justa, pero de un tiempo a esta parte la sequía, la lluvia cicatera, también parecía haber llegado a esta parte. Ya no caía con la gracia de antaño y lo que era peor ya no hacía la gracia de antes. Es más, en palabras de Mariana, era una auténtica mierda. Si de siempre le había parecido una práctica cochina y algo obscena ahora es que le cabreaba un montón.

—¿Te das cuenta, Argimiro, cómo dejas de sucio y de maloliente el plato de ducha? —le gritó un día, ella, fuera de sí—. Es que no tienes remedio. Antes, bueno, vale, nos duchábamos juntitos y, bien, ambos nos reíamos al tiempo que nuestras lluvias doradas caían rápidas y enérgicas sobre y entre nuestras piernas. Bastaba luego con enjabonarnos bien y a disfrutar, chico. Pero ahora es que es un asco, pareces un grifo estropeado que gotea sin fin y sin control alguno. Yo así no puedo seguir y tú, muchísimo menos.

Enriqueta

—¿Que os vais a casar? —gritó con cara de sorpresa Amelia—. Pero eso es imposible. Vamos, quiero decir que no nos lo esperábamos. ¿No es así, chicos?

 

 

Todos miramos boquiabiertos al Mini 1000 de color blanco que, raudo, había subido por la calle Tostado y, gozoso, se había plantado ante la puerta de la Facultad. Por la puerta del conductor apareció una muchacha pizpireta, bajita, menos joven sin duda que quienes estábamos lagarteando al sol, pero de alegre cara.

—¡Ahí va, pero si es Enriqueta! —profirió Leandro—. ¡Y con coche! ¡Eh, Enriqueta!

Enriqueta, Queti para la familia, había llegado a la facultad de esa ciudad de provincias en segundo o tercer curso. Era de Madrid, hija de un conocido empresario de la construcción, que durante los años del desarrollismo llenó de viviendas las tierras incultas de algunos pueblos próximos a la capital y al tiempo, claro, sus bolsillos de buenos dineros. «Pero ¿quién que esté en sus cabales va a dejar Madrid para irse a vivir a 25 kilómetros?», le decían a Juan unos y otros cuando éste les contaba sus proyectos. Era absurdo pensar que sus ideas fueran a tener buena acogida. Pero, sin embargo, así fue. Al principio, como siempre, sólo los más adinerados, aquellos que tenían vehículo propio, se atrevieron a dar el paso. «Es otra manera de vivir, un estilo de vida diferente», respondía Juan, el visionario, a cuantas objeciones le planteaban.

—Creo que es hija de millonario —le comentó un día Leandro a su novia Amelia mientras almorzaban en el comedor universitario.

—¡Bah, no lo creo! —le respondió ella con displicencia.

Ame era la preferida de Ramón, su padre. De los tres hijos que el indiano tuvo con su mujer Nines, ella era la única chica. Aunque parezca hoy un anacronismo, en este relato a Ramón le viene  como anillo al dedo el calificativo de  indiano. Y es que  fue allí, en América, en Chile concretamente, donde el padre de Amelia se inició en la compraventa de calzado, negocio que le reportaría una pasta gansa. Ramón, que durante su estancia en Chile se había casado por poderes con Nines, a su regreso a España se asentó en la ciudad universitaria donde ella vivía. Allí mismo abrió una serie de zapaterías que, en ese momento, cuando el Mini 1000 miraba ufano la fachada de Filología, ya eran tres. Ame estudiaba Derecho y desde hacía meses era cortejada por Leandro, estudiante pobre de solemnidad. Sin duda alguna el muchacho pensaría que la chica era un buen partido; y ella por su parte creería que, siendo hija del comercial zapatero, jamás habría de preocuparse por el dinero. Vivían ambos en sus particulares burbujas de inopia. Se figuraban que nadie había que tuviese el nivel económico de la familia del indiano. Por eso ese Mini con esos faros, que parecían unos grandes y felices ojos abiertos junto al capó, molestaron a Leandro.

 

 

Enriqueta se había hecho querer desde el principio. Era una muchacha desprendida que se prestaba a llevarnos a Madrid siempre que se lo pedíamos. Cuando ellas —me refiero a las chicas— a la vuelta de uno de sus findes ‘sólo mujeres‘ describieron el tren de vida en que vivía la familia y el lujoso chalet, distante de la capital más que las viviendas que el padre edificaba, no podíamos creer lo que nos decían: que si tenían al menos cuatro coches, que si en la casa había un empleado cuya única obligación era estar al servicio de Ramón que no sabía ni quería conducir. «Fue Heriberto quien nos llevó de vuelta a la estación», nos dijeron; después, a renglón seguido, añadieron que la madre no cocinaba, pues para eso tenía una cocinera empleada; y que a los tres hermanos los crió una nani a la que todos ellos querían con locura. Por si lo dicho fuera poco, —esto ya lo mencionaron entre grandes risotadas al ver nuestras caras de sorpresa—, tenían dos chicas más: una para el servicio y la otra para el cuidado de la casa.

—Yo —contaban que se sinceró con ellas Enriqueta— estudio filología inglesa porque no quiero ser como mi madre que cuando entra en un comercio en Londres, París o Nueva York barbotea en un idioma ininteligible que sólo saben comprender los empleados del establecimiento esperanzados en que su aguante concluya con una millonaria venta

Lo que nos contaban e íbamos conociendo sobre nuestra amiga Enriqueta era de no creer.  En comparación con ella, nosotros, que, malamente, sobrellevábamos la semana con la exigua paga que nos daban en casa, éramos unos mataos. La mayoría procedíamos de pueblos de la provincia, algunos muy alejados, y estudiábamos en la ciudad gracias a las llamadas becas salario que habíamos de revalidar todos los años con buenos resultados académicos. Los demás malvivían todo el curso dosificando debidamente los cuartos ganados durante el verano trabajando en algún restaurante de nuestro país o, fuera, en Europa, haciéndolo de au-pair, de plombier casselorier o en algún otro empleo de este jaez, como se ve, oficios de postín. Y nosotros, ahora, éramos amigos de Enriqueta, que tenía un Mini 1000. ¡Casi nada!

 

 

Los años de estudiante, como todo en la vida, llegaron a su fin. Tocaba buscar empleo. Madrid fue, dada la oferta laboral que albergaba, polo de atracción, primero, y de destino definitivo después. Además, y ello pesó mucho en nuestra decisión, Enriqueta vivía allí. Con el tiempo todos conocimos el chalet de sus padres, así como las otras casas que la familia tenía esparcidas por la geografía peninsular. Nuestra relación de amistad pareció fortalecerse y renovarse aún más cuando algunos comenzaron a tener hijos. Desde ese momento, era frecuente cenar o comer en casa de unos u otros los fines de semana. La mayoría ya estábamos casados o en pareja; sólo Herminda y algún otro no lo estaban.

Un día Enriqueta nos convocó para cenar en El Comunista, local próximo a Capitanía donde, durante el por entonces aún muy cercano franquismo, no pocos conciliábulos de opositores al mismo habían tenido lugar. Allí, esa noche entre risas, brindis y comentarios divertidos sobre lo que iba acaeciendo en el país Enriqueta y Pepe nos dijeron que se iban a casar.

Menchu y Chuchi, Lucía y yo, Ángel y Dorita, Floren y Mati, todos nos habíamos casado ya y por hacerlo nunca nadie dijo nada. Pero que se casara Enriqueta, o sea la chica rica del Mini 1000, y que además lo hiciera con Pepe, el estudiante inteligente de la beca salario, no sé, como que no cuadraba, es más casi casi molestó a algunos. «¿Por qué él y no cualquiera de nosotros que tenemos mejor planta?», «¿Por qué ella tiene más dinero y simpatía que tú o que yo?», decían, rabiosos y en silencio, los ojos por entonces ya tristes de Leandro y de Ame, quienes, como Hero y su homónimo amante, en ese momento perecieron ahogados en la falsa ciénaga de lo material, que hasta entonces habían considerado segura para ellos e inalcanzable para los demás.

Santa intercesión

Gerardo se sintió atraído por la hija de Sulpicio y de Valentina desde antes de cumplir los 18. Ver a la Nati con sus amigas en las fiestas de San Bruno, patrono del pueblo, y que algo estallara dentro de él fue todo uno. «No te esfuerces, Gerardo, la Nati está comprometida con Gabino desde hace meses. Al menos eso es lo que comenta el padre de Gabi en el bar ya hace tiempo, que todo está hablao y que ella está preparando el ajuar». Según me escuchaba, la cara que se le iba poniendo Gerardo era todo un poema. Yo, no consciente del disgusto que le estaba dando, sin quererlo ahondé más en su herida cuando le dije que hacía sólo dos semanas –«Sí, ya te digo, dos semanas a lo sumo»– acudieron Nati y la Valentina a casa para pedirle a mi madre que en los embozos y los cabezales de los juegos de cama de algodón, que la chica había adquirido en la capital, le bordase las iniciales G y N entrelazadas.

–Con eso te digo todo –concluí.

 

No se le olvidaron a Gerardo los avisos que yo, su mejor amigo desde los tiempos de la escuela, le había dado. Pero el amor, –¡ay amor, qué traidor y pertinaz que eres! –, se negaba a abandonarlo. Además, me decía, creía ver en Nati, en los encuentros ‘casuales’ con ella que él mismo provocaba, unas miradas, una sonrisa, un tono de voz en el «¡Adiós, Gerardo. Ve con Dios!» que, insistía, denotaban atracción mutua. Por eso a raíz de la conversación que mantuviera conmigo, Gerald –así era como desde 5º de Primaria todos le llamábamos– decidió cambiar de estrategia. Si no podía conseguirla por medios humanos, o sea, por las buenas, recurriría a lo sobrehumano, o sea, por las malas. ¿Y qué cosa hay más sobrehumana que lo religioso? Sí, amigos, sí, resulta que el racionalista de Gerardo decidió encomendarse para la conquista de Nati a aquello que está fuera del alcance de los simples mortales. Recordaba haber visto a veces en su coche, sujeto bajo el limpiaparabrisas, un papelito que decía algo así como que el firmante, un babalawo cubano o nigeriano, garantizaba resolver cualquier problema de amores que se tuviera.

Gerardo buscó con ahínco en su casa el papel que sabía haber guardado. Tras muchos esfuerzos, que llegaron a ser por momentos desalentadores, como si de un milagro se tratase resultó que, en un cajón del chifonier que habría abierto no menos de cinco veces, a la sexta refulgió la octavilla. Gerardo la tomó en sus manos y la leyó para sí:

 «Hola soy Maestro santero babalawo hijo de Orula descendiente de Oshun especialista en rituales de amor para recuperar pareja. Trabajo todo tipos de magia cuéntame tu problema sin compromiso y te daré mejor Consejo y te guiare a conseguir lo quiere no pierdes nada a tiendo en local de Ventas, número 18. También wasap y llamadas»

Sin más dilación decidió ir a la dirección que se indicaba. Esperaba encontrarse con una especie de hechicero africano, aunque vestido a la occidental. Pero no, quien lo recibió fue una mujer española que, rezongando, lo despachó de su puerta.

–Es que estoy harta, hartita. –le soltó a Gerardo en cuanto éste le expresó su demanda–. En mala hora alquilé este local. ¡No, aquí no vive ningún maestro santero, ni falta alguna que me hace!

–Pero no puede indicarme a dónde podría acudir para ponerme en contacto con él –dijo a la mujer mostrándole el envejecido papel que el Maestro babalawo dejara tiempo atrás en su coche.

–Puedo darle el número de móvil que de manera misteriosa alguien me hizo llegar por si me hacían preguntas  como las que usted me está formulando.

–Venga, pues, ese número –respondí algo más animado.

 

Con el número en su poder envió al desconocido Maestro un primer mensaje a través de wasap. Al cabo de unas horas le respondieron solicitándole algún dato más sobre la Nati y el tal Gabino. También, y como quien no quiere la cosa, le dijeron que para continuar con el procedimiento era preciso realizar una primera provisión de fondos. Con 50€ bastaría.

Así lo hizo y quedó a la espera de otros mensajes, que fueron llegando a lo largo de los tres meses siguientes. Estaba en ascuas, temeroso de ser víctima de una estafa y al tiempo deseoso de que el ritual de amarre amoroso surtiese sus efectos, vamos, que la Nati dejase a Gabi y pusiese sus ojos en él. El tiempo pasaba y los dineros menguaban. Cada dos o tres intercambios de mensajes se había comprometido a transferir a no sabía quién o quiénes siempre 50€. La cantidad alcanzaba ya la cifra de 800 y Nati, debía de estar pensando un desesperado Gerardo, tendría ya bordado todo el equipo de boda con la N y la G entrelazadas.

 

Durante un tiempo y sin previo aviso dejé de ver a Gerald, parecía que se lo había tragado la tierra. Las cervezas de los sábados no eran lo mismo sin él. En el bar donde tiempo atrás me había enterado por boca del futuro suegro de Nati de lo bien que avanzaba la relación entre su hijo y la mujer deseada por mi amigo comencé a ver a Gabino solo. «¡Qué raro –pensé–, pero si este chico no se despegaba antes de su novia!». Me acerqué a él y pegamos la hebra; parecía Gabi algo desolado y con ganas de compartir sus quebraderos de cabeza.

–Me ha dejado, me ha dejado –soltó a bocajarro.

–¿Quién te ha dejado, Gabino?

–Ella. Quién va a ser. Nati

—No fastidies –le respondí con cara de sorpresa–. ¿Pero no os ibais a casar?

–Eso creía yo también –me explicó entre sollozos –, pero no sé qué coños habrá pasado. Parece cosa de magia.

 

Semanas después, en una terraza elegante vi a la pareja. Se les veía contentos, alegres, acaramelados, sonrientes, felices. Me acerqué a ellos.

–¿Qué pasa, parejita? Hola, Nati. Cuánto tiempo sin saber de ti, Gerald.

–Hola, Juancar. Pues ya nos ves. Llevamos tres semanas en las nubes.

– ¿Podríais explicarme?

–Todo ocurrió durante una salida al campo el día de la fiesta. Sabes que en el pueblo de los padres de Nati, un mes antes de San Bruno, el 8 de septiembre celebran la Virgen de la Caridad con una romería campestre en la que se come la famosa empanada de carne. Bueno, mejor cuéntaselo tú, Nati.

–Tras la procesión, rezos y cantos en la ermita de la Virgen  –refirió Nati risueña tomando el relevo–,  Gabi y yo buscamos un lugar para poder comer a gusto la empanada. Buscamos una zona algo apartada junto al río. Allí ocurrió algo misterioso, que aún no llego a explicarme. Vi y no vi a un tiempo como a una deidad, a un espíritu, no sé, algo que salía de las aguas y que con grave gesto se dirigió rápido y feroz hacia Gabino que en ese instante se disponía a comer.

–¡No está hecha la miel para la boca del asno! –retumbó en nuestros oídos sin saber ninguno de los dos a ciencia cierta de dónde había salido el mensaje–. De seguido se levantó un fuerte viento que hizo perder el bocado de empanada a quien hasta ese preciso momento era mi novio. Gabino cayó por tierra y con los ojos desorbitados de su boca salieron sapos y culebras en forma de palabras: «Orisha Ochún, espíritu de los ríos y del amor, vete de aquí. Apártate, traidor, mendaz. Deja que me aproveche de esta mujer que cree que la quiero y que jamás la engañaré»

Prosiguió Nati con su relato, completándolo Gerardo con informaciones relevantes. Resultó que él, que como todo el pueblo participaba en la romería, por pura casualidad oyó las palabras de Gabi, que estimó propias de un loco; sospecha que confirmó al reparar en la violencia y la falsedad de su mirada. Rápido, se acercó y se interpuso entre él y Nati, quien, temerosa de resultar agredida, se abrazó a Gerald con pasión.

 

–Un cubano danzón –dijo Nati– pasó por el lugar cuando ya Gabi se había ido y se puso a hablar con nosotros. Yo no entendí bien lo que decía: que si era Maestro babalawo de la religión yoruba, que si sus antepasados eran nigerianos y que practicaba la Ifa y sabía de las orishas para solventar problemas humanos, que si uno de esos problemas era el del amarre amoroso y que a veces los que parecen sólidos y establecidos son en realidad falsos y débiles.

Nati estaba estupefacta. Era su idioma el que utilizaba ese guapo cubano pero ella no comprendía nada. «’Yoruba’, ‘babalawo’, ‘orisha’. ‘ifa’… pero ¿qué dice este hombre?». Aprovechando la confusión mental de la muchacha el joven danzón se dirigió a Gerardo

–Perdona chico –dijo el cubano mirándole–, pero se te ha caído este dinero al suelo–.Y le entregó un fajo de 16 billetes de 50€.

–Come con nosotros y disfruta, amigo –exclamó Gerald–. Nunca te estaré lo suficientemente agradecido.

–¡Ah, Nati! –comentó el babalawo levantándose ya para irse tras comer un trozo de empanada– los juegos de sábanas que habías bordado con las letras N y G entrelazadas te siguen sirviendo, ¿no?

Nati le dedicó una inmensa sonrisa mientras el Maestro emprendió la marcha andando sobre el río para al poco, como por ensalmo, desaparecer.

 

 _________________________

Notas

Babalawo: En la santería o religión Yoruba, el Babalawo, es reconocido como clérigo y actúa como tal en la comunidad. 

Orisha: Espíritu que desempeña un importante papel en la religió yoruba. Hay muchos orishas.

Oshún:  En la santería sincretiza con la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Reina las aguas dulces del mundo, los arroyos, manantiales y ríos, personificando el amor y la fertilidad.

Sueño americano

Su marcha a América coincidió en el tiempo con la de aquellos “artzainas” vascos que fueron solicitados por los americanos para pastorear ganado en esas inmensas praderas desérticas de humanos, pero muy feraces en cuanto la sabia mano del hombre pusiera ahí algo de orden. Ganado y agricultura eran las dos grandes bazas de esa afortunada zona del mundo. Los españoles éramos conocedores de ambas facetas, lástima que nuestra tierra no fuese suficiente para cubrir las necesidades de una población que a principios del siglo pasado iba en aumento. Fue en ese momento, los primeros veinte años del siglo XX, cuando los EEUU tuvieron necesidad de más mano de obra para gobernar sus inmensos rebaños en las extensas praderas del sur de California, cerca de las Montañas Rocosas, en las grandes llanuras del Oeste americano. Como muchos de los trabajadores que respondieron a la llamada trabajaban ya en el continente, especialmente en la Pampa argentina, el hueco dejado por éstos allí, —en zonas de la Argentina y también en otros países (Cuba, Chile, México…)—, sería cubierto con la llegada de nuevas remesas de emigración española.

Todo esto lo sabía Aníbal de muy buena fuente. «Y allí hay dinero para todos, y trabajo y … mujeres, muchas mujeres».  Antonio que, además de hermano era su íntimo amigo, siempre fue cauto, y es que ser el undécimo hijo de la saga familiar por fuerza le había hecho ser desconfiado. «Sí, ya, y sobre las aguas crecen pajaritos preñados. ¡Anda ya!». «Bueno, pues no te lo creas. Pero mira este anuncio de “El Adelanto”. ¿Qué dice aquí?». Antonio que, pese a su corta edad, era de todos los hermanos el que mejor leía tomó el periódico en sus manos: “Compañía Trasatlántica Española, pasajes para Santiago de Cuba desde el puerto de Vigo. Precio desde 205 pesetas”. «Te das cuenta, Antonio, más barato que el tren de Vigo a Barcelona. Y poco más que la cuota por librarse de la llamada a filas. Y allí, ¡ay, madre, hermanito!, allí nos esperan las guajiras».

Tenían que conseguir dinero, les era imprescindible para comprar el billete de la travesía, sustentarse durante las dos o tres semanas de singladura y tener algo sobrante para poder establecerse en la zona. No parecía fácil, pero había buenas perspectivas. Unos familiares de Boada, su pueblo, llevaban en La Habana diez años y les iba estupendamente. Para Antonio y Aníbal, los menores de los once hermanos, no había futuro en su localidad. Juan, el padre, les había enseñado el oficio de la fragua y la herrería pues las pocas tierras de labranza que poseía apenas si daban ocupación a dos o tres de sus hijos. No les quedaba otra que salir, a donde fuera, pero salir. Cuba, sí, era una posibilidad. Y hacia allí se fue Antonio con Aníbal y otros tres de sus hermanos.

En  La Habana montaron una industria de fabricación de guaguas. No era empeño pequeño. Les fue medianamente bien e hicieron algo de dinero. Antonio, de traje y corbata, guayabeaba por la vía principal de La Habana seduciendo con su buena planta y también, claro, con su hermoso Hispano Suiza a mulatas y jineteras que, deseosas de hombre y dinero, lo miraban con ojos tiernos.

Fueron años felices que, por desgracia, duraron poco pues ya por entonces la política en la isla era de poco fiar. «Hay que salir de Cuba. Tenemos que irnos a España. Machado ha declarado expropiables todas las tierras e industrias de los españoles. Si seguimos aquí mucho más puede que la rabia popular caiga sobre nosotros.» «¿Pero por qué, Aníbal? Ahora que nos empezaba a ir bien, ahora que podíamos establecernos aquí y ayudar a que el país prosperase…». «Es lo que hay, Antonio, ahora mismito voy a encargar pasajes para España».

 

Por la Gran Vía salmantina un enorme Hispano Suiza tiznaba de humo y de polvo a la admirada vecindad que con enorme simpatía observaba las hábiles maniobras del joven que lo gobernaba. Entre esta multitud estaba una hermosa modistilla, guapa de verdad, tanto que en una ocasión fue elegida Reina de las Fiestas de la ciudad. Se llamaba Marina, muchacha a la que el retornado, chamuscado y empobrecido Antonio, había echado el ojo. Sería un buen partido, una buena manera de establecerse definitivamente en la capital. ¿Algún problema? Bueno, sí, quizás, uno: ella, la chica, tenía un pretendiente que era muy bien visto por la madre, por el hermano y por la hermana. Pero Marina dudaba.

—Es guapo, ¿verdad? —se decía en voz alta la modistilla—. Tiene coche y todo.

—Sí, desde luego lo es y a mí me lo parece —le respondía Boni, su amiga, quien, sin haber sido preguntada, añadió—:  Además de coche tiene un figón que ha abierto en lo alto de la calle María Auxiliadora, que se llama…

—’La Mezquita’ —respondió rauda y veloz Marina.

—¡Mira, la tonta, y decía que apenas sabía nada de él!

 

—Pero tía Marina, —le pregunté yo transcurridos cincuenta años o alguno más de estos caracoleos de seducción— ¿por qué si tenías un novio económicamente solvente te casaste con tío Antonio?.

Serena y amorosa, Marina, ya septuagenaria, miró con ternura el tresillo de enea, de hechura cubana, que estaba pegado a la pared principal del cuarto de estar; sobre él, en ese preciso momento y como todos los días, Antonio dormía la siesta antes de, pese a su ya avanzada edad, volver al taller para seguir aguzando picos, palas, hacíendo fallebas, montando ventanas…, y dijo:

—¡El amor, hijo mío, el amor! Una tonta que fui, dirás tú, ¿no? Ja, ja, ja. —Y me abrazó con ese afecto sincero que desde hacía más de medio siglo ella era pródiga en dar.

Ensoñación

El ruido de las bombas al caer era cada vez más tenue. En el refugio varios niños jugaban al Corre_que_ te_pillo con afortunada indiferencia hacia el cataclismo que desde hacía meses, y sin haber sido pronosticado, se precipitaba sobre la zona. Nadie sabía a ciencia cierta por qué pasaba lo que pasaba. Iván se encontraba en aquel sótano debido a su edad: tenía más de sesenta años y los militares no lo habían aceptado, le dijeron que mejor sería que se ocupase de la defensa civil. Y en eso estaba, en la defensa, mejor sería decir en el cuidado  de los no militares. Entre ellos estaban, naturalmente,  esos niños  que jugaban a la guerra y sus madres que, asustadas, les preparaban el almuerzo con lo poquito que Iván había podido conseguir.

De nuevo el ruido. No, sí, algo, más bien un rumor…, soñera, sopor indecible, respiración ahora tranquila, profunda…

El guirigay era tremendo, un ronroneo que iba a más, más y más, hasta hacerse insoportable. Era el momento de prepararse para lo peor y lo peor era… “¡Noooo, no, no, por favor, no!”. Tras el angustioso grito, todo volvió a la calma. No había sonido alguno, todo era silencio. En la habitación donde reposaba Alberto la tranquilidad era absoluta a pesar del murmullo y los bisibiseos que desde el pasillo  llegaban hasta sus oídos. En su duermevela imaginaba que las enfermeras estarían hablando de él, de la situación crítica en la que con seguridad se encontraba. Unas risas apenas contenidas  que llegaron hasta sus oídos le hicieron pensar que quizás se equivocaba, que quizás no estaban comentado su terrible situación, que quizás…

De repente todo cesó, se disolvió, acabó…

¡¡Riiinnngg, Riiinnngg, Riiinnngg!! Un golpetazo acabó con el desagradable  sonido del despertador. Tan fuerte fue, que su mano izquierda quedó dolorida para el resto del día. Eran las 7:30 de la mañana. ¡Qué sueños más raros había tenido! A veces, sobre todo cuando era más joven, solía tomar nota de los mismos para no olvidarlos y más cuando, como en esta ocasión, eran de lo más extraño: guerra, niños jugando, hospital, enfermeras… Acabó de escribir sucintamente lo que recordaba y ya más despierto se metió bajo la ducha. Iba a ser un día de mucho trabajo, la verdad es que últimamente todo se le acumulaba. Tener que seleccionar personas nunca es tarea grata del todo. Pero era su trabajo. Llevaba en el departamento de Recursos Humanos de esa multinacional desde hacía ya mucho tiempo y hasta el momento no podía decir que le hubiese ido nada mal. El alma se le había encallecido un tanto, eso sí, pero es lo que hay, son lentejas que si quieres las tomas y si no las dejas. Él había decidió tomarlas, era evidente.

Durante el viaje en metro hasta su trabajo, Nicolás no lograba quitarse de la cabeza los elementos de su ensoñación: La guerra, las enfermeras, el hombre ya entrado en años, los niños inocentes, las madres pesarosas… ¿Querría todo esto decirle algo? ¿Alguna información secreta se escondía bajo estas imágenes oníricas? Lo mejor sería dejarlo estar. Sí, no pensar en ello sería lo mejor, pero esas bombas, esos niños, el hombre, ¿se llamaba Iván?…

El departamento de Recursos Humanos de la Fábrica Santa Bárbara lucía hermoso bajo la suave luz solar, que impregnaba de dulzura los despachos donde Nicolás y otros compañeros como él realizaban su trabajo. Ese día tocaba seleccionar comerciales expertos en mezclas químicas que mejorasen los productos que, desde hacía años y con gran éxito en el mercado mundial, producía en masa Santa Bárbara. La individualización del artículo había sido un hallazgo. Desde los lugares más distantes del mundo se los estaban quitando de las manos, la verdad es que no daban abasto.

El puesto a cubrir era el de delegado de ventas para el exterior. De los cinco candidatos que optaban al mismo, Nicolás, tras las preguntas de rigor, decidió que ese chico de veintisiete años —Alberto, creo que se llamaba— era su favorito para ocuparlo: don de ventas, conocimientos químicos, sabedor de los efectos colaterales y/o secundarios del producto, elogio sincero de las mejoras incorporadas al mismo… Todo hizo que en poco más de dos horas quedase decidida su incorporación a la empresa.  Sólo faltaba comunicarle a Alberto, el elegido, el lugar donde desarrollaría su cometido. Alberto aceptó sin el menor asomo de inquietud o duda. La verdad es que todo estaba bien; cierto era que el producto de marras era algo peligroso, por decirlo de manera suave, pero sus destinatarios eran gente de paz, así que no se corría riesgo alguno.

Pasado un tiempo, medio año o algo más, Nicolás no podía borrar de su cabeza la sensación que le embargó, durante la ya lejana conversación, de no serle Alberto desconocido del todo; es más, se decía a sí mismo, “creo conocerle sobradamente”. No sabría decir qué, pero algo había visto en ese chico jovial y dispuesto, incorporado a su puesto de trabajo en un remoto destino,  que le inquietaba. La loca de la casa, su imaginación desbordada, a veces se dedicaba a andar por libre y le sucedía esto: la confusión total, la mezcla que hacía indistinguible lo real de lo no real o ficticio. Escribir, ser o creerse escritor, tiene estas cosas: caos total en la azotea.

¿De dónde vienen las ideas que luego plasmamos en el papel? ¿Viven las revelaciones de lo ignoto, de lo inexistente aún en nuestra mente, en el sueño, en la anticipación, en el espíritu ajeno a la dimensión espacio temporal que el raciocinio humano exige? Quizás ahí estuviera la explicación de esta confusión, del embrollo mágico, fantasmal, que Nicolás padecía. Pero ¿qué tienen de sobrenatural las bombas, los misiles que por cientos caen sobre esas cabezas intuidas, apenas bosquejadas, en ese sueño donde habitaban niños, Iván, enfermeras…? Imposible ordenar lo anterior y lo interior del mismo, lo perteneciente al caos, si bien bastaría una chispa, un destello, para que todo se iluminase y se mostrase con nitidez en su mente. Tal chispazo se produjo en nuestro escritor, responsable de Recursos Humanos en esa multinacional prestigiosa, visionando unas imágenes de esa guerra no prevista que machacaba ciudades con miríadas de bombas groseras, que mutilaba personas a base de individualizados y muy mejorados productos que vendedores cualificados como Alberto habían sabido colocar en mercados distantes. Sí, todo ahora cobraba sentido, tenía un orden. ¿Sabría él plasmarlo sobre el papel?

¡Vente a Alemania!

En el interior del autobús los viajeros dormitaban; en el exterior un tímido sol apuntaba entre las nubes de algodón que desde hacía varios días, y no de manera constante, regaban los terrenos secos y poco productivos de esa parte de Castilla. La Asociación Católica Internacional de Orientación a la Joven, encargada de conducir este contingente de mujeres trabajadoras formado por 47 valientes chicas decididas a buscarse un futuro lejos de la casa de sus padres, antes de salir había dictado de manera muy clara las normas para poder hacer el viaje: una sola maleta, los papeles del Instituto Español de Emigración en orden (cartilla de vacunación, certificado de buena conducta y comunicado de aceptación del trabajador por la empresa alemana), pasaporte en regla y paciencia, mucha paciencia durante las dos jornadas completas que duraba el viaje hasta Múnich.

 

Cuando Toñi, la más enterada de los tres hermanos, llegó a casa con el folleto que en la Escuela de Magisterio habían repartido entre las alumnas unos miembros del apostolado católico, sólo María Ángeles se negó a leerlo. Rafael, el hermano mayor, trabajaba desde hacía ya dos años como encofrador en una empresa de la ciudad castellana a la que el trabajo no le faltaba dada la necesidad de vivienda existente para poder acoger la imparable llegada de campesinos a esa capital. Toñi estaba exultante, ¿sería esta la ocasión que estaba buscando? Las mariposas comenzaron a hacerle cosquillas en el estómago: el viaje, las nuevas amigas que tendría, los chicos que conocería, quizás hasta surgiría el amor,  y tras él: casarse, criar a los hijos…; en definitiva, la felicidad.

—Pon la mesa, Toñi. Pero ¿puede saberse qué te pasa hoy? —le espetó Angelines a su hermana, que parecía estar fuera de este mundo—. Hija, perdona que te diga, pero hoy pareces tonta.

—Es que, Ángeles, yo creo que voy a echar los papeles —respondió risueña Toñi a su hermana al tiempo que del aparador sacaba el mantel que, cuidadosa, extendió sobre la camilla.

—No sé de qué me hablas, hija. Venga, coloca los cubiertos.

Mentalmente Toñi había abandonado la sala de estar–comedor. Ya se veía cumplimentando en la Oficina provincial de Emigración los impresos exigidos para acceder a alguno de los 47 puestos de trabajo para mujeres que la empresa textil alemana ofrecía a ciudadanas españolas. El sueldo, a Toñi, le parecía espectacular. “Madre mía, tres marcos a la hora, es decir, unos 120 marcos a la semana”. Ganar 120 marcos semanales era increíble para una española cuyo hermano, que se jugaba la vida todos los días subido a un andamio, no pasaba de 1800 pesetas al mes.

—¡Pero habrase visto! Toñi, mujer, ¿en qué estás pensado? Hija, parece que estás en Babia —dijo en voz alta Angelines dándole a la mayor de los hermanos un amable empellón.

—Es que, fíjate, Ángeles. Allí en una semana casi casi se gana lo que aquí en un mes —profirió Toñi en voz alta y sin casi mirar a la pequeña—. Y según pase el tiempo cada año subirá el sueldo, eso seguro; así, si ahora, en 1965, este es el sueldo nada más entrar, no te digo lo que se ganará en dos o tres años…

A Toñi siempre se le habían dado bien las matemáticas. La verdad es que Providencia, la mujer que se había hecho cargo de las hijas que Antonio aportó al matrimonio, siempre se había preguntado cómo las dos hermanas podían ser tan diferentes. Mientras que Toñi era una chica con muchas luces, con gran capacidad para el cálculo matemático y para la comprensión y expresión lingüísticas, Angelines, muy bondadosa, eso sí, era sin embargo muy torpe. Toñi había estudiado hasta cuarto de bachillerato con su reválida y todo; tan buena estudiante era que por sus buenas notas los profesores del instituto aconsejaron al padre que no la quitase de estudiar. De Mari Ángeles nunca dijeron nada semejante salvo que era una niña dócil, agradable, apacible. Por esto Antonio, de común acuerdo con Providencia, había decidió que Toñi  se preparase para ejercer de maestra y que Angelines en cuanto cumpliese dieciséis años se emplease en algo productivo. Era preciso llevar dinero a casa y Dios, eso ya se sabe, reparte la inteligencia con los ojos cerrados.

 

—Desde luego que no, Toñi. Tú te quedarás aquí y te emplearás aquí —escuchó Toñi decir a su padre cuando en la cena ella le expuso sus proyectos—. El esfuerzo que hemos hecho dándote estudios no lo podemos tirar por la borda ahora, cuando ya estás a pocos meses de comenzar a ejercer de maestra.

Tras oír la frase anterior, salida con fuerza de la boca de Antonio, a Toñi el mundo se le vino abajo. Esos cálculos, esas 6000 pesetas que ya se había visto ganando en Alemania, esos ahorros, esas nuevas amistades, ese imaginado chico con el que tendría hijos y sería feliz… Todo se esfumó tras la atronadora e incontestable exposición del padre.

—Tengo entendido, por lo que he podido escuchar a los funcionarios de la Diputación Provincial, que el IEE busca reclutar a personas con escasa formación —prosiguió Antonio dirigiéndose a su mujer e ignorando a sus hijas, cuyo destino él estaba decidiendo o adivinando cual consumado vidente—. Por esto, creo que, de postularse alguna de mis hijas para uno de esos 47 puestos de trabajo en Alemania, debiera de ser Angelines quien lo hiciese.

—Pero… —y ahí quedó muerta toda la refutación de Toñi. El respeto, mejor dicho, el miedo que la figura paterna le infundía hacía que los peros expirasen antes de salir de su boca.

— ¿Tú qué piensas, Angelines? —preguntó Toñi dirigiéndose a su hermana.

—Lo que vosotros decidáis estará bien —le respondió Angelines con el tono que era habitual en ella. Las ilusiones parecían no formar parte de su ADN. Simplemente había sido educada en la obediencia ciega a los padres. Si su padre pensaba así, sería porque era lo más conveniente para ella y para todos. Así que…

 

En Múnich las 47 muchachas españolas de edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco años bajaron del bus con cara de susto. Todo allí les era extraño, hostil, frío, terrible, incomprensible. A la ventisca helada se unió el trato vejatorio que recibieron al ser obligadas por los agentes de emigración a ponerse en fila mientras que a cada una le daban un tarjetón identificativo que debían de colgarse al cuello. Y luego estaba el idioma. Pero qué decían esos hombres. Angelines iba a un lado u otro siguiendo las indicaciones de quienes parecía que allí mandaban; lo mejor era que no tenía que pensar, bastaba con obedecer y seguir al resto. Sin en ese preciso momento ser plenamente consciente de ello ni saber bien por qué, algo le decía a Mari Ángeles que Antonio, su padre, había elegido adecuadamente. Cuando tres meses más tarde Angelines regresó a la casa paterna, de la experiencia alemana no pudo decir nada más que eso: que la trataron como si fuera un animal, que no la consideraron para nada, que ella no entendía lo que le decían, que creía que los demás se burlaban siempre que la veían, que…

 

¿Tuvo Antonio algo de augur al elegir de entre sus dos hijas aquella que se sometería a la experiencia alemana? Pienso que sí, creo que el padre actuó cabalmente, movido por el gran amor que sentía hacia ellas. Supo anticipar que si la hija mayor, la mejor preparada, hubiese ocupado esa plaza laboral en Alemania, él la habría perdido para siempre; sin embargo intuyó que si quien acudía era la más torpe la unidad familiar no se resquebrajaría, pues más pronto que tarde la llamada de la sangre la haría regresar al nido. ¿Egoísmo? No, mejor, adivinación, experiencia, conocimiento de la genética presente en sus propias hijas. Habría que inventar un término para esto: ¿videncia genética? Bueno, llámalo como quieras.

Sorpresa

A Miriam el tercer paciente de aquel jueves le llamó la atención desde el primer momento. Cuando la médico de Familia del Centro de Salud Doctor Ramón Castroviejo lo vio entrar en su consulta cabizbajo, serio, con expresión preocupada, se preguntó qué le pasaría a ese portento de la Naturaleza, a ese paciente el menos paciente de todos sus pacientes.  Con la cordialidad que la caracterizaba y la que durante sus años de Residencia le habían recomendado utilizar para dirigirse a los enfermos lanzó al hombre abatido  que estaba ante ella un neutro y positivo “Pasa, pasa, Emeterio. Siéntate. Y dime. ¿Cómo va todo?”

Emeterio, Eme o don Eme como lo llamaban en la urba, era en opinión de Miriam un portento, un espécimen humano único. A sus 67 años de edad poseía una tersura de piel, una viveza ocular, una fortaleza y espesura en el cabello, una musculatura y proporciones corporales …, que serían la envidia de cualquier hombre de cuarenta. La doctora Ramírez, Miriam para los íntimos, siempre se había preguntado a sí misma a qué obedecería esa fantástica constitución y forma física.

Hacía ya muchos años que Emeterio, ante propios y extraños, presumía, ya no de lo que estaba a la vista de todos, sino también, ¡y mucho!, de lo que nadie podía ver, esto es, de lo que carecía. Terio –sus amigos de siempre: Aníbal y Márquez, el del quiosco de prensa,  se divertían mucho dirigiéndose a él con la aféresis de su nombre- Terio, como digo, a la edad que tenía no sabía qué era la presbicia, ninguna mancha de piel se había asentado en su cara o en sus manos, ningún dolor articular podía el buen hombre describir dado que carecía de ellos, y de memoria…  Emeterio era incapaz de recordar el día que había olvidado alguna cosa. En broma Márquez le decía que una vez se le olvidó darle la hora y que eso ya podía ser un síntoma de que el declive se iniciaba. Lo cierto era que Terio recordaba, como si los hubiera memorizado ayer, los poemas aprendidos durante su niñez y adolescencia en el Colegio; y lo mismo le pasaba con la Historia, cualquiera que fuese: de España, Sagrada, Universal, de la Ciencia, de la Literatura…Era decirle un nombre, una fecha, la denominación de una batalla para que Eme desgranase toda la retahíla de datos, cifras y circunstancias que rodeaban al mismo.

—Borodinó —le soltaba  Aníbal, que era quien más gustaba de provocar lo que él denominaba “Emeterio en modo historiador”. Y como si del asistente de Google se tratara don Eme se arrancaba: «La batalla de Borodinó  o batalla del río Moscova tuvo lugar el 7 de septiembre de 1812. Fue uno de los mayores y más sangrientos enfrentamientos  de las guerras napoleónicas, enfrentando a cerca de un cuarto de millón de hombres.»

—España, año 1937.

Y Terio se lanzaba cual bala perdida: «En 1937 se consolida el frente y asedio de Madrid. Tienen lugar batallas y bombardeos muy importantes entre los que se cuentan: toma de Málaga; batallas del Jarama, Guadalajara y Bilbao; bombardeos de Guernica, Jaén,  de Brunete y Belchite. En Málaga los fascistas italianos…» Y proseguía imparable relatando cuanto él conocía, que era mucho, sobre esas batallas, aquellos bombardeos, la entrada de los sublevados a sangre y fuego en las ciudades derrotadas… Había que decirle que parase, que dejase de aturullar con su sabiduría. “Vale, vale, Terio, para el carro” .

Por eso cuando la doctora Ramírez lo vio entrar compungido en la consulta se preocupó. “¿Todo bien, Emeterio?”. Pero la cosa no iba todo lo bien que solía. Don Eme le comentó que desde hacía un tiempo, quizás cuatro o cinco meses, las llagas se habían apoderado de su boca. Era una nimiedad, le decían todos, pero el sufrimiento aunque menor, dada su recurrencia se le estaba haciendo insoportable. El ardor, la picazón, le sublevaban, y qué decir del escozor que se adueñaba de su cavidad bucal cuando tomaba cualquier fruta ácida que tanto le gustaban. No aguantaba más. “¿Qué me está ocurriendo, doctora? ¿Son compatibles estas aftas con mi comprobada salud de hierro?”

Tras tranquilizarlo, Miriam, dada la edad de don Emeterio, decidió realizarle una serie de pruebas analíticas, exámenes radioscópicos, ecografías, resonancias magnéticas y tomografías computarizadas a fin de descartar lo peor. Ella y sus colegas de las batas blancas tenían por costumbre ponerse siempre en lo malo a fin de cubrirse las espaldas. Si la cosa iba mal: “Ya se lo advertí. En cuanto usted me contó los síntomas me percaté de la gravedad”. Y si las cosas no eran para tanto: “las analíticas, las pruebas que te he realizado y los tratamientos que te ordené  seguir han tenido éxito Emeterio. Hiciste muy bien en venir a verme”.

Siempre era así, pero esta vez le daba en la nariz a Miriam que algo había descarrilado en ese fantástico corpachón que hasta el momento el portador de esa memoria inacabable  había ostentado.  “Me voy a tomar muy en serio su caso, Emeterio. Mandaré que el laboratorio haga un examen exhaustivo de los humores y muestras que le enviemos.” La doctora Ramírez intuía, aunque no lo declaraba, que esas pústulas y heridas aftosas anunciaban con mucha probabilidad una leucemia crónica en don Eme.

A las cuatro semanas, tras toda una serie de visitas a centros de extracción de sangre, de diagnóstico por la imagen, de entregar diversas muestras fisiológicas para su análisis, y recoger los respectivos resultados, Emeterio, sentado en la sala de espera del consultorio, temblándole las canillas, aunque simulando estar sereno y tranquilo, aguardaba la llamada de la doctora Ramírez. Don Eme pensaba en lo que Aníbal, su mejor amigo, le había contado sobre lo sucedido a Ezequías. “Sí, Terio, coño, ¿cómo que quién  es Ezequías? Mira que me estás preocupando. ¡Pero si trabajó contigo en la Diputación provincial durante los dos últimos años, antes de jubilarte!”.

Nada, Ezequías no existía en la mente de Emeterio. También él comenzaba a estar preocupado. A él nada se le escapaba. Si era verdad lo que sobre este tal Ezequías le decía Aníbal ¿por qué no recordaba nada sobre él? Quizás esas heridas bucales eran anuncio de que el deterioro cognitivo estaba ya aquí, que Mr. Alzheimer anunciaba su visita, que la senilidad llamaba a su puerta. El número de orden que tenía en las manos era el 411EG. Con nerviosismo, cada vez que sonaba la campanita anunciadora seguida de la voz neutra de la Siri de turno («022JC, consulta 4»), miraba la pantallita de la sala de espera. Todavía no era su turno, aún no había llegado su hora. O sí había llegado ya. “¡Ay, madre, qué me está ocurriendo. Pero si a mí me llamaban ‘mar de la tranquilidad’!”

(«411EG, consulta 7»). Por fin, salió su ficha. Emeterio se levantó de la silla y se encaminó a la puerta de la consulta de la doctora Ramírez. La cabeza se le iba, se sentía algo mareado. Seguramente eran impresiones suyas. Hay que ser fuerte, Emeterio, se decía a sí mismo al tiempo que de su boca salió un metálico, hueco y vacío “Buenas tardes, doctora, ¿se puede?”. Miriam tenía dispuestos sobre la mesa del despacho toda la serie de informes y resultados de las pruebas realizadas a Terio. “Pase, pase, Emeterio. Siéntese”.

Después de las habituales e introductorias frases hechas, utilizadas por los facultativos de cualquier consultorio, Miriam fue directa al asunto. Tras comentar con Emeterio la analítica de sangre, la de orina, la de sangre en heces, lo que había resultado de la resonancia magnética de la cavidad bucal y de la búsqueda a través del TAC de efectos o elementos extraños en las partes blandas corporales, la doctora Ramírez le dijo al azorado paciente que  padecía un síndrome nada frecuente denominado por los investigadores ‘Síndrome Button’. De la perorata, henchida de cifras, datos y comentarios, que Miriam hizo sobre las pruebas realizadas, nuestro enfermo, sano como un roble pocos meses ha, sólo escuchó, sólo se le quedó grabado, el curioso nombre del caballo sobre el que, seguro, cabalgaba el cuarto jinete del apocalipsis: «Síndrome Button». Y como el del caballero, el rostro de don Emeterio adquirió un color ceniciento, pálido, amarillento…

—Sea sincera conmigo, doctora, se lo pido por favor. ¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó nuestro personaje a la médico liberado ya de la zozobra que da desconocer el mal que padecemos. De pronto se había despertado en él la figura del luchador. Si la cosa venía mal, lucharía hasta el final.

—Dada su constitución briosa, la ausencia de cualquier excrecencia propia de su edad y tal, creo que quizás no debiera usted preocuparse— le respondió Miriam.

—Me preocupo, doctora, pues veo que ya no soy el mismo—dijo Emeterio. Y para apoyar su afirmación contó a la facultativo el episodio de Ezequías y su completo desconocimiento acerca de quién era esta persona que todos le decían había sido compañero suyo durante los últimos meses de su vida laboral.

—Es normal que esto te pase— dijo Miriam sonriéndole tras haber recibido respuesta positiva a la pregunta de si podía tutearle —Y de ahora en adelante te sucederá cada vez más. El ‘Síndrome Button’  se comporta, por lo que parece, siempre así. Yo misma desconocía cómo actuaba. Es algo muy poco frecuente. Me he informado sobre el mismo. Se trata de un proceso degenerativo a la inversa. Cada día, semana, mes…  irás desaprendiendo y olvidando todo lo que ese día, semana, mes… anterior hubieras aprendido o realizado. Scott Fitzgerald lo describió paso por paso. Puedes leerlo, acude a su texto. Tu caso no es tan estricto como el que él mostró. Fíjate en cómo buscando una cosa hemos encontrado otra que no sólo no te llevará a la muerte sino que poco a poco regresarás al inicio, a la gestación, a tu kilómetro cero. ¡¡Enhorabuena, Terio!!

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