El accidente

Siempre me ha divertido escribir sobre mí mismo, sobre aquello que me estuviera sucediendo. Siempre, hasta hoy. Estoy no sé dónde, hay luces claras por todos lados y a mi lado pasan veloces muchas personas.Hay, sin duda alguna, más mujeres que hombres. Algunas llevan en las manos no sé qué cosas que toman de bandejas de cartón; otras, en grupo las más jóvenes, ríen con gesto contenido, si bien no pueden evitar transmitir la certeza de su alegría vital. Sí, también hay hombres, jóvenes algunos, pocos, pero muy  fornidos, que transportan con habilidad de un lado para otro a personas como yo; las transportan o simplemente las cambian de lugar aparcándolas con frecuencia en fila a la espera de tampoco sé muy bien qué. ¡Ah, sí, ya sé! A la espera de que alguien –hombre o mujer, últimamente más mujeres que hombres (esto creo que ya lo he dicho, aunque no estoy seguro del todo)- , le mire y diga algo sobre él, decida qué hacer con él.

Sí, como me parece haber escrito más arriba siempre me divirtió hablar sobre lo que me pasaba. Y es que lo que me pasaba por entonces era normalmente curioso y hasta divertido. Hoy, mejor dicho, desde hace unos cuantos meses, no hay nada de gracioso en lo que me ocurre, aunque sí sea novedoso, al menos para mí. Y es que un día me duele aquí, otro día allá; un día me caigo en el baño con peligro de hacerme mucha pupa, y otro… ¡vaya, ahora se me ha olvidado lo que iba a escribir! En fin el caso es que… ¡Eh, eh, acabo de recordar! …Y otro confundo el blíster de las pastillas para la circulación con el de las del colesterol y trastoco la periodicidad de las distintas tomas, y eso a pesar del estupendo dispensador que mi sobrina Irene me regaló en mi último cumpleaños. «Toma, tío, para que sepas sin temor a equivocarte qué día de la semana y a qué horas tienes que tomar tu medicación».

—Muchas gracias, nena —le agradecí con sinceridad—. Esto que me regalas me va a venir de perilla.

—Recuerda, tío, que sólo tienes que ocuparte un día a la semana, por ejemplo los domingos por la tarde, mientras escuchas Carrusel Deportivo, de rellenar con pastillas los siete compartimentos en sus respectivos momentos del día (desayuno, comida y cena) —se empeñó la niña en insistirme, algo desconsideradamente por su parte, pues se diría que me consideraba tonto.

—Sí, hija sí —le respondí molesto—, no estoy lelo. Ni lo estoy, ni jamás lo he estado. Por eso vivo solo y tan contento, sin problema alguno.

—Ya, tío Alberto, lo sé, lo sé. Pero he de decirte, si me lo permites, una cosa: uno nunca sabe en qué momento empieza a perder facultades. Tú estás estupendo, pero debes de ser consciente de tu edad. No todo el mundo alcanza la novena década y mucha menos gente con la claridad de ideas que tú, afortunadamente para ti, demuestras.

 

La cosa es que no sé por qué estoy aquí, en este hospital. A cualquiera que se me acerca le pregunto qué me ha ocurrido.

—Has tenido un accidente, abuelo —responden al unísono mi nieto y su padre.

—¡Pero si hace diez años que no conduzco! —protesto molesto.

—Un accidente cerebro vascular —escucho que me dicen, creo, aunque quizás sea que lo cuchichean entre ellos los sanitarios, o mis familiares, o mi sobrina Irene que acaba de llegar con su primo, o….¡Vaya, parece que se me va la olla, la cabeza! ¿Me estaré mareando?

—¡Ah, coño! —alcanzo a responder antes de que todo se desvanezca a mi alrededor.

Del pasillo en que estaba debidamente aparcado en línea alguien, parece que un hombretón uniformado todo él de blanco empuja la camilla en que me encuentro («Sí, sí, es una camilla. No sé por qué mi cabeza me decía que era una cama») y me transporta por un sinfín de galerías y pasillos. Las puertas de este laberinto se abren de manera automática a nuestro paso. Él, Amadeo creo haber oído que lo llaman unos y otros, sortea con habilidad los obstáculos que encontramos en nuestro avance: enfermos encamillados, enfermeras que acuden presurosas a atender la llamada de urgencia de algún moribundo, familiares que planean qué hacer cuando la abuela fallezca y que, egoístas, ocupan los pasillos…

«Amadeo, cuando lo dejes en quirófano, acude rápido a la 424, hay un código 44…»

Hablan de mí, estoy seguro. O sea, pienso, que es a mí a quien llevan al quirófano, así, sin más ni más. ¿Código 44? ¿Estoy tan grave como para eso? Aunque yo qué coños sé lo que es un código 44…

La cabeza se me va, se me está yendo o se me ha ido y retornado sin darme cuenta. ¡Oh, qué luz tan molesta! No puedo ni abrir los ojos. Sin embargo estoy tranquilo. Recuerdo que… Miro mi mano y la veo llena de tubitos de plástico transparente que enganchan con un distribuidor blanco del que nacen pequeños grifos. Algunas de estas espitas están sin conexión… Estaban me parece, porque…

—Bueno, Manuel, ¿cómo te encuentras? —me dice una hermosa mujer con cofia y atuendo de color verde—. Si te duele o molesta cualquier cosa de las que vamos colocándote, no tienes más que decírnoslo.

Yo asiento con la cabeza mientras observo el tremendo contraste entre la piel arrugada de mi cuerpo desnudo y el que intuyo terso y suave de la amable joven que se afana sobre mí y, bien provista de guantes de látex, recorre con mano experta mis nada atractivos carnosos pliegues que luzco en cintura y pecho buscando no sé yo qué, seguramente alguna pista que les sirva a ella y a sus compañeros para acometer lo que quiera que hayan decidido hacer conmigo. Me siento como cordero llevado al matadero. Pero estoy tranquilo, ya digo, demasiado tranqui…

«Alberto, dame un vial de anaclosil. No quiero que cuando accedamos al interior provoquemos una infección que lleve todo nuestro trabajo al garete» … «Tijeras, gasas…» … «Hilo absorbible de sutura. Grapas. Aguja hipodérmica…» Como si estuviera en el interior de una cavidad escucho voces, sonidos, frases que retumban y no acabo de comprender del todo. Sólo hay una cosa que en mi duerme vela me mantiene alegre, vivo. Son sus ojos. ¿Los ojos de quién? ¿De Lucía?

«¿De Lucía?» Esta hermosa mujer, me pregunto a mi mismo en bucle dentro de la especie de atontamiento mental en que me hallo, ¿será la misma que tan amable se interesaba hace un momento por mí?. Parece que lleva guantes, ¡sí, son guantes!,  y juguetea con los miembros de un cuerpo macilento.  «¿De quién es ese cuerpo exangüe? Lo veo desde lejos, desde afuera. Pero yo ¿dónde estoy?» Los ojos alegres de la sanitaria contrastan con la fría luz hospitalaria. Algo hay en ellos que me lleva a épocas anteriores de mi vida. Pero «¿cómo se atreve? ¿Será capaz de hacerlo? No lo creo, siempre fue buena persona. Sería una venganza fuera de lugar»

Los sanitarios, ajenos al desajuste y barullo mental que por oleadas se viene y se va de mi cabeza prosiguen profesionalmente su labor. Las batas, mascarillas y bonetes verdes se afanan en desarrollar el operatorio. Con sus manos enguantadas se aprestan a colocar los stents debidos tras haber visto en los monitores la información transmitida en su momento por los dos catéteres provistos de cámara que han empleado. Para llegar hasta la cabeza y deshacer los trombos uno de los catéteres lo introdujeron a través de la arteria carótida interior izquierda. El otro lo emplearon con una simple (¿simple?) finalidad exploratoria y accedieron a la zona por vía inguinal. Pero lo importante es que los stents …

—Los stents, como te digo, Manuel, han logrado abrir las venas y la sangre ha vuelto a fluir —me dice con cara de satisfacción y ya desprovista de su atuendo de quirófano la joven cirujana que me ha operado—.  Si todo sigue así de bien, Manuel, en pocos días podrás abandonar el hospital y seguir con tu vida habitual. Aunque creo que no debiera llamarte así sino decirte don Manuel o si lo prefieres y me lo consientes el Pulpo. ¿Le suena de algo ese nombre?

¡Sorpresa! ¡Es Marta, la alumna díscola y menos estudiosa que tuve en mi vida! No sé por qué mi confusa cabeza y mi memoria de pez creyó que se llamaba Nuria, como esa otra alumna tan estudiosa que siempre estaba atenta a mis explicaciones y que respondía con acierto a todo lo que le preguntaba. Pero no, es Marta, la adolescente armadanzas que hablaba y hablaba constantemente en clase atenta a otras cosas más que a mis explicaciones. «Señorita sobre usted sólo sé una cosa: jamás hará nada en su vida, jamás llegará a nada, jamás…»

—Sí, don Manuel, le digo que la intervención ha salido muy bien. No sabe lo nerviosa que me puse cuando lo vi sobre la mesa de operaciones. Tenía miedo de cagarla, perdón profesor, quiero decir miedo de que algo saliese mal. Y es que, se lo tengo que decir, no lo sabe usted bien, para mí en ese período de  mi vida, el Pulpo…; la de veces que he recordado esas frases que me dirigía usted diciéndome que de seguir portándome mal fracasaría y no haría nada de provecho en mi vida.

—Tú te llamas Marta, ¿no es así? —le digo entre sueños

—Sí, don Manuel. Soy Marta, la alumna más revoltosa que quizás haya tenido.

—O sea que yo era el Pulpo. Vaya, vaya, nunca lo supe. Y si alguna vez lo escuché seguro que pensé que el mote iba dirigido para algún compañero. Así de creídos somos siempre las personas, mucho más los enseñantes. Pero sí, sí, creo que me iba como anillo al dedo —y la miro sonriendo—. Ahora, doctora, estoy en sus manos.

—En fin, don Manuel, que el mote le iba que ni hecho a medida es verdad. ¿Sabe o sabes por qué? —yo le envío con mis ojos un mudo doble mensaje, de asentimiento a su tuteo y de ignorancia respecto al porqué del apodo—. Pues te llamábamos así por la cantidad de partes y de malas notas que nos ponías. «No para de ponernos partes y ceros, –dijo alguien un día-. Es como si tuviera más brazos que un pulpo»

—Bueno, bueno, bueno, todo esto está muy bien, queridos bremenautas —restalló potente, interrumpiéndome, la voz de Josep—. Me parece que la historia del profe anciano y la díscola alumna no está mal. Pero yo dije que de lo que se trataba era de darle al relato el tono propio de un autor nonagenario (olvidos frecuentes, confusión de nombres, búsqueda infructuosa de palabras, salidas mentales de contexto, olvido de lo inmediato y sin embargo claridad absoluta en lo referido al pasado, etc., etc. ). ¡Ah, que me decís que ya se lo estáis dando! ¡Ah, que es que prácticamente ya sois nonagenarios! ¡Vaya unos exagerados que estáis hechos! No sé, no sé. Salvo en la poca motilidad que manifestáis en cualesquiera de vuestros miembros, no os veo yo demasiado gagás —masculló irónico, sarcástico, cruel, el muy ladino—. Pero, en fin, prosiga vuesa merced.

—¿Pulpo para cenar hay hoy, doctora? Te conozco, te conozco, chiquilla. Me has dicho que te llamabas… ¿Lucía?

—No, Manuel, no, Lucía —dijo la doctora tras consultar la ficha de paciente que le había pasado la enfermera encargada de la planta— es tu mujer. Yo soy Marta, la médico cirujano que te ha intervenido del ictus que has sufrido.

—Recuerdo, doctora, que eras muy revoltosa en clase. Pero claro de eso hace ya muchos años. Veo que ahora eres neurocirujana, vaya, vaya, y parece que una magnífica profesional. Ahora bien a esa Lucía de la que me hablas no la conozco de nada.

Pasada una semana sin contratiempo alguno, salí del hospital. La verdad es que no sé si hubo alguna cosa que trastocase mi recuperación, y tampoco soy muy consciente de si pasé ingresado una semana o quizás más, ¿un mes…? No sé, no sé. El caso fue que ya en la calle no sabía a dónde dirigirme. Le dije al taxista, que me llevase a mi casa, claro. Afortunadamente, una gentil joven, que dijo llamarse Irene, se ocupó de hablar con la conductora. Me dio la impresión de que ambas se conocían, aunque, claro, es imposible que esas dos mujeres fuesen amigas. Bueno, no sé…

 

Marta tuvo la gentileza de acompañar a Manuel y a su sobrina Irene en el coche que conducía Lucía. Sentía curiosidad la antigua alumna por conocer la Residencia de mayores a donde los familiares del Pulpo habían decidido llevarlo. «Es imposible que vuelva a vivir solo. Tenemos que ingresarlo en un Centro para que cuiden de él. Nosotros no podemos». Marta, en su fuero íntimo, aprobaba la decisión tomada, si bien ella en eso no tenía voz ni voto. Pero quería para el Pulpo, para Manuel, ya y para siempre don Manuel, lo mejor en el poco o mucho tiempo que le quedase. Quería devolverle, aunque él no se enterase ya de ello, el tremendo favor que sus enfadados avisos de profe de Ciencias le hicieron durante su adolescencia. Gracias a esos partes, a esos ceros y a esas aparentemente devastadoras frases la chica atrevida que ella fue abandonó los malos derroteros por los que se había internado viniendo a parar en la profesional, atrevida también, que ahora era. Devolver favor por favor, en su momento imperceptibles ambos para sus beneficiarios, tanto para Marta, ayer revoltosa y parlanchina, como para Manuel “el Pulpo”, alzheimico hoy y ayer magnífico modificador de conductas.

2 comentarios en “El accidente”

  1. Mala cosa el Alzheimer, aunque, descrito según cómo, puede dar lugar a episodios y anécdotas hasta cierto punto divertidas. El pobre Manuel, ya en claro declive físico y mental, tiene, por lo menos, quién se ocupe y preocupe por él. Y mira qué casualidad que le interviniera una antigua alumna, díscola y mala estudiante, quien, gracias al torpedeo crítico del profesor, ahora un pobre vejestorio desmemoriado, se enderezó y acabó siendo una neurocirujana.

    Cruzo los dedos para que yo no acabe como el buen profesor.

    Me lo he pasado muy bien leyendo este relato.

    Un abrazo, Juan Carlos.

  2. Siendo profe (mejor, habiendo sido) lo de encontrarte alumnos siendo sesudos y competentes profesionales no es nada extraño que ocurra. A mí, al menos, me ha pasado ya en dos o tres ocasiones. Es una satisfacción comprobar que han encontrado un lugar en el mundo y que lo que les enseñaste parece que no ha caído en saco roto. Eso sí, como tú, espero que no me suceda lo de Manuel, al menos en lo que se refiere a su cabecita (ja, ja…)

    Un abrazo, Josep

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