Décimo día encerrado en la Casa. Afuera no circula nadie, no se ve a nadie, no se oye a nadie. De vez en cuando las luces azules de un coche policial o las ámbar de una ambulancia bajan veloces la calle por donde no hace tanto se paseaba. Paseantes con perro salen de las casas. Están autorizados.
Parece que ahora sólo los perros tienen derechos; de hecho las protectoras de animales han visto en algunos lugares vaciados sus expositores. Son el salvoconducto para poder salir de la reclusión. Los «pobres» tienen que poder hacer sus necesidades, dejar sus deposiciones, orines y cagarrutas, en las calles como solían; y en esta costumbre está que muchas veces sus dueños las dejen ahí en mitad de las aceras como testigos mudos de que la vida era así antes de las medidas higiénicas que los humanos -incluidos sus dueños- debemos practicar por orden gubernativa.
La policía y el ejército han tomado la ciudad. Como en una distopía ellos se encargan de hacer cumplir las normas dictadas por la autoridad, una autoridad que está confinada en búnkeres antinucleares que nada pueden hacer contra el enemigo silencioso que ya se ha cobrado de entre ellos algunas víctimas o que está en trance de cobrárselas. Hay miedo en todos, pero casi más en quienes deben dirigir el combate y no saben exactamente cómo hacerlo. En las aulas de las facultades de Ciencias Políticas no se realizaban ejercicios prácticos de gobernar combatiendo una epidemia vírica; siempre se conformaron con proponer revoluciones sociales al estilo de la de Octubre. No vale ahora echar mano de lo de siempre: los de arriba, los de abajo, los capitalistas, lo privado, la casta, la desigualdad, los trabajadores y las trabajadoras, la fuerza de la Calle… porque las calles han sido vaciadas. No hay argumentos, no hay liderazgo fiable.
A nosotros sólo nos queda aplaudir a quienes se baten el cobre en la Realidad: el personal sanitario que se enfrenta cara a cara y en lucha desigual con el enemigo. Lo demás son fuegos de artificio propios de una precuela y no de esta entrega que nos están pasando esta temporada.
Ahora, al salir a la calle me siento como Fraga Iribarne cuando dijo aquello de «la calle es mía». Solo que debería decir «mía y de mi perro», mi salvoconducto, ante cuya presencia nadie me pide explicaciones ni certificados. Ahora bien, mis paseos ahora son más breves, lo justo para que el can haga sus necesitades y media vuelta.
Y sí, la ciudad (más bien pueblo grande en mi caso) luce distinta, mucho más apagada de lo que es (o era) habitualmente, y muy vacía. Solo esos excrementos caninos me recuerdan que hace tan solo unas semanas todo era más «normal», heces incluídas. Odio a esos dueños de perros tan liberales que dejan que sus mascotan hagan sus necesidades donde les plazca y las abandonan como recuerdo de su paso. Yo pediría a las autoridades que tuvieran a la UME constantemente movilizada para vigilar y sancionar a quienes infringen esa norma básica de educacion e higiene a punta de pistola. Así aprenderían.
Y como los barrenderos, los sacrificados limpiadores y recogedores de detritus de todo tipo, deben estar en sus casas, pues esos depósitos orgánicos cada vez son más abundantes. Ahora, cuado paseo, ya no puedo permitirme el lujo de observar la flora y la fauna voladora, ni siquiera observar las nubes, pues no puedo apartar la mirada del suelo, por si acaso…
Un abrazo.