Todas las entradas por Juan Carlos

Quiero dedicar este blog a mis reflexiones diversas sobre temas diversos: educación, sociedad, lengua... Quizás, también, procuraré sacar algo más creativo. On verra!! -que dicen los franceses.

Un tal Slim

Había una vez una belleza sin par de hermosos campos granados que en primavera lucían sin igual y que, tras ser cosechados, llenaban los silos de todo el mundo. Enormes barcos eran los encargados de transportar el preciado grano recolectado. Occidente estaba prendado de su hermosura: sus bucles dorados, sus hermosos ojos azules y la tez nívea de su rostro lo atraían desde antiguo. Rutenia, que así se llamaba la joven, le hacía ojitos y siempre la deseó tanto o más que ella a él. Pero ¿cómo conseguir unirse a él? —pensaba la bella Rute—, ¿cómo atraerlo y también cómo convencerse completamente a sí misma sin que nadie en su interior se mostrase airado?

Fue un suceso en apariencia inesperado el que precipitó los acontecimientos que se produjeron. Vladimir, heredero del antiguo imperio, la Rusia zarista, mutado a comienzos del siglo pasado en imperio soviético, se fijó en ella. Nikita, antecesor suyo en el cargo, llevado de una soberbia sin par y creyendo que en verdad el sistema establecido tras la Revolución perduraría por siempre, había decidido años atrás dar a las distintas repúblicas que constituían la Unión el derecho de autodeterminación, seguro de que jamás se desgajarían del tronco común, dada la teórica condición de Estado de inigualable bienestar.. Pero sucedió que dentro de esa misma Unión de Repúblicas surgieron movimientos y voces que solicitaron ejercer dicho derecho. Fue así como, en la última década del siglo XX, las distintas repúblicas soviéticas se fueron separando de la madre Rusia

La hermosa Rutenia ansiaba caminar sola, pero los restos del Imperio, principalmente la Federación rusa que dirigía Vladimir deseaba absorberla, integrarla en su agrupación. Como en el cuento de los hermanos Grimm la belleza de la rubia de ojos azules llenó de deseo a la bestia, al oso ruso, que anhelaba casarse con ella para disfrutar de sus encantos agrícolas, literarios, artísticos, incluso religiosos. Rutenia no sabía cómo comportarse, pues a un mismo tiempo quería y no quería. Sumida en este mar de dudas se hallaba cuando de repente ante ella apareció un pequeño mago cantinflesco de nombre Slim. «Si no quieres morir despedazada por Rusia, deberías aceptar sus requerimientos» —le dijo en cuanto la vio— . Rutenia accedió a medias, un poquito sólo, porque lo que ella más ansiaba era casarse con Europa que, de siempre, le hacía ojitos. Para Europa que esta belleza aceptara una violación, por pequeña que ésta fuera tal y como la había aceptado por parte de Rusia, era inaceptable: si la bella Ucrania persistía en su empeño de encamarse con el Continente, habría de eliminar cualquier lazo con la nueva Federación de Repúblicas de Rusia. Difícil cuestión dado que la bella nación había votado una presidencia de aquiescencia rusa.

Rutenia hubo de volver a pedir ayuda con todas sus fuerzas al pequeño Slim que apenas si levantaba un palmo del suelo. Esta vez también se la concedió, si bien lo hizo de una manera confusa, enrevesada, acorde al lenguaje que utilizaba; fue en forma de revolución popular, la revolución naranja, que obligó a los nuevos mandatarios a convocar nuevas votaciones que dieron como resultado que un antiguo y desconocido payaso de nombre Volodimir fuera quien salió elegido. Las dos trenzas rubias de Ucrania hermosearon más aún si cabe por esto. Ya se veía Rute en el lecho de Occidente, cuando éste le reclamó un tercer gesto a todas luces imposible: derrotar a Rusia, expulsarla de sus territorios. Primero Crimea, sede de la flota rusa del mar Negro, regalo de Kruschev a la República Soviética ucraniana cuando ingenuamente Nikita pensaba que en el futuro todo seguiría siendo igual, pero también el Donbass, Donetsk y Lugansk donde vivían gentes de lengua, cultura y sensibilidad rusas, regiones ucranias ocupadas por Rusia en 2014, deberían de reintegrarse en la nación si es que ella seguía deseando compartir su vida con él.

¿Qué hacer? Rutenia, Ucrania, la gentil belleza rubia de ojos azules, estaba desesperada. Sólo le quedaba recurrir de nuevo al mago enano, a pesar de cuantas exigencias le impusiese para acceder a sus peticiones. ¡Y el enano Slim le prometió ayudarla a cambio de una sola cosa: debía de adivinar quién era él en realidad, cómo se llamaba aquel pequeño ser que oculto en una maraña de contactos, sedes y empresas tantos favores le estaba procurando! Ucrania entró en pánico, pues pese a haber completado satisfactoriamente todo lo solicitado en los dos primeros requerimientos, sin embargo el tercero tenía este terrible condicionante: «¿cómo se llama quien tanto bien te está  procurando?» Imposible lograrlo.

El antiguo cómico ucraniano, hoy serio presidente electo del país, en uno de sus viajes por Occidente recabando ayuda en dinero y armas para luchar contra el oso ruso, creyó escuchar en una ocasión, o quizás le pareció entender, que una tal Nati, Oti o algo así —nunca su oído fue hábil para lenguas ajenas— estaba tras el tal Slim, pequeño en estatura, pero grande en recursos. De vuelta al durante siglos granero de la Rusia zarista vio que las cosas no iban nada bien en el terreno de batalla, que el zar actual no tenía el propósito de abandonar la colmena que tanto le agradaba. De ahí que le fuera preciso dar pronta respuesta a la tercera pregunta que el pequeño conseguidor le había hecho; si no lo hacía, perdería para siempre lo que ella más preciaba, su hija Crimea, la perla del mar Negro, hoy en manos del insaciable plantígrado.

—Las cosas no te van demasiado bien en el campo de batalla. Estás a punto de fracasar en todos los frentes y objetivos bélicos. Sólo tienes una posibilidad de mantenerte viva: responder satisfactoriamente la pregunta que te he hecho sobre mi identidad; si no, Crimea y toda tú pereceréis —le había dicho el mexicano Slim con la cara de quien se sabe imbatible.

Trastabillada, nerviosísima, insegura, sin saber qué responder, Ucrania recordó vagamente a esos mandatarios europeos que Volodimir, durante sus visitas recaudatorias, había oído farfullar y sisear en voz baja el nombre del auténtico hacedor, del conseguidor de fondos y recursos. Fuera de sí y con serio temor a equivocarse exclamó:

—¡Natotán! No, no, perdón, no era así, sólo Totán o quizás Toti, o Nati, Nato, y por qué no Otan, aunque me suena más…

Slim, el mago enano, enfurecido no quiso escuchar más, jamás pensó que nadie, y mucho menos un payaso, llegara a descubrirle.

Lo inexplicable

La bocca mi bacció tutto tremante

(Rima XXIX)

—¿Tú crees en los milagros, Aurora?

—¿Tú, no, Pablo?

Ese día, sin saber cómo, la conversación de ambos derivó hacia la zona de la irracionalidad. No era su tema favorito, desde luego; era sencillamente uno más de los muchos que surgían entre ellos en su relación diaria. Hablaban de todo lo humano y lo divino: fútbol, política, familia, hijos, nietos, amigos, poesía… Hoy eran los sucesos inexplicables y poco probables los que llenaban su tiempo.

—Creo y no creo, Pablo. Quiero decir que si utilizo la cabeza, la razón, diría que no, que lógicamente los milagros no existen, que son pura invención de las religiones, paparruchas de malmetedores y vivaslavirgen que pululan por ahí confundiendo y aprovechándose de las personas sencillas. Pero sí que es verdad que hay ocasiones en que ocurren cosas que no logro explicarme; cuando tal sucede es entonces cuando solemos decir «eso ha sido un milagro», «esto es  milagroso, mágico», y cosas por el estilo.

En este tira y afloja sobre tema tan peregrino andaban inmersos Pablo y Aurora esa tarde de otoño ya casi invierno en la que la lluvia que golpeaba tras los cristales resbalaba por ellos convertida en solidificadas gotitas de hielo. Los días cortos y fríos como aquel gustaban de pasarlos confortablemente en casa escuchando música que los transportaba a tiempos pasados. Se diría que la pareja vivía más en el ayer que en el hoy. Cuando mejor lo pasaban era cuando rememoraban viajes realizados, historietas escuchadas o episodios vividos por ambos bien en solitario, antes de conocerse, o ya como pareja consolidada. Y en esta situación última llevaban al menos cuarenta años.

Gustaba Pablo de hacer reír a Aurora cuando, transmutando los papeles, sentados ya en el sofá del saloncito frente al televisor dispuestos a tragarse cualquier cosa que los mandamases de turno hubieran considerado adecuada para deformar aún un poco más la cabecita del pueblo soberano, le decía eso de «Honorato, pon la tele un rato». Recordar la situación -¡terrible!- de la pareja de mayores que ponían en escena la Sardá y Enric Pous, esos dos magníficos actores catalanes, les servía a ambos de humorístico antídoto al momento vital en que estaban ingresando. A la divertida provocación que Pablo le lanzaba, Aurora respondía casi siempre con alguna gracia o chiste que recordara de ese lejano programa de televisión. Así, en esa amorosa complicidad de años, la pareja de septuagenarios pasaba los días.

Una tarde Pablo le contó a Aurora la historia de la medallita y su cadena, ambas de oro, que guardaba desde el principio de su relación en una caja metálica de galletas donde conservaba lo que más preciaba de su larga vida. Vino el relato a cuenta de la limpieza que cada cierto tiempo, lustro arriba o lustro abajo, Aurora decidía hacer de cuantos cachivaches inservibles conservaban en la casa. «Todo lo que hace más de cinco años no has vuelto a utilizar hay que echarlo afuera», era el mantra que ella le lanzaba cada vez que se ponía a la tarea. Pablo, como era varón de buen conformar, asentía a todo y su silencio aprobatorio autorizaba la salida quinquenal de baratijas y objetos, algunos procedentes de unas lejanísimas niñez o adolescencia. Todo transcurría tranquilo y de esta guisa el día del casero zafarrancho de limpieza hasta que la mujer puso ante los ojos de su marido una medallita prendida a una cadena. «¡Ni se te ocurra sacar de casa esa medalla, Aurora!», exclamó furibundo Pablo, ante la sorpresa de la esposa. Al verla tan asombrada, Pablo le contó una historia, por milagrosa aún más portentosa que la cara de asombro con que ella se había quedado.

—Perdona que te haya gritado, querida. Pero escucha lo siguiente: No sé si recordarás el verano que pasamos en Santa Pola. Creo que corría 1992, estoy casi seguro de que fue ese año porque Marquitos, nuestro hijo, no tendría más de doce años y porque fue el año de la Expo de Sevilla y de las Olimpiadas en Barcelona. Ante el gentío que, se decía, habría en verano por toda España, buscamos un lugar que pensamos estaría menos lleno de gente, y ese lugar fue Santa Pola. La cosa fue que Marquitos, seguro que lo recuerdas, en esa época no quería más que jugar con su padre, o sea conmigo, a lo que fuera; y también recordarás que por entonces yo llevaba colgada al cuello esa medalla de oro grabada por el reverso, que acabas de enseñarme, ¿no?

—Sí, Pablo —respondió Aurora—, recuerdo que por esos años no te desprendías de la dichosa medallita y que yo te decía que me parecía algo ñoño llevar, siendo adulto, una medallita tan de niño. Pero como de repente dejaste de llevarla, pues pensé que ya no te interesaba.

—Claro que me interesa, mujer. Y sí, es verdad que de la noche a la mañana dejé de ponérmela. Ahora te diré por qué: Resulta, como te decía, que Marquitos en esa época estaba pesadito con lo del futbol y constantemente me tenía jugando a la pelota donde fuera, si era en la playa, mejor que mejor. Ese verano de 1992, una tarde, jugando él y yo en la breve playa que la marea alta había dejado, no nos quedó otra opción, ante la escasez de espacio, que meternos en el agua donde disfrutábamos haciendo paradas que para sí querría Courtois hoy. Nos lanzábamos alto el balón y saltábamos a por él zambulléndonos a continuación en el agua; nos divertíamos de lo lindo.

—Si de lo que me vas a hablar, Honorato —con burla y tonito humorístico le interrumpió Aurora—, es de lo bien que Marquitos y tú lo pasabais en la playa mientras yo y tu madre preparábamos la cena en el apartamento ya puedes ir acabando. Esa película me la conozco de pe a pa y en el caso de las mujeres la echan, y en esa época mucho más, en todos los cines. Te dejo porque eres muy pesado, Pablo, para contar ná te tiras un montón.

—No, no, Aurora —se apresuró a decir Pablo temeroso de que su esposa lo dejase por plasta—, acabo enseguida. Te quería decir que los milagros sí existen y si no escucha completa la historia:

 Como te decía, tu hijo y yo practicábamos los plongeons, que dirían los franceses, ¡las zambullidas, vaya!, como nadie. Esa tarde la pasamos en grande. Cuando llegó el momento de ir para casa, recogimos todos los aperos del baño y nos dirigimos al apartamento. Fue al meterme bajo el agua de la ducha cuando me di cuenta de que sobre mi pecho faltaba la medallita de oro grabada por su parte de atrás con mi nombre y la fecha de mi nacimiento. No estaba la medalla y tampoco la cadena que la sostenía. Mi confusión fue total. Llevaba más de treinta años con ella y jamás nada así me había ocurrido. Ha debido de abrirse el cierre de la misma, escapar la medalla por ahí e irse al fondo sin haberme dado cuenta, pensé. La desazón me invadió. Te oculté el suceso para que no me tildases de torpe y descuidado, como sueles hacer cuando algo parecido me ocurre.

Esa noche apenas si pude conciliar el sueño. Mentalmente volví a mi infancia. Evoqué el día de mi primera comunión, vistiéndome mi madre para el evento. Recordé que me dijo que ya podría llevar siempre al cuello y sobre el pecho la medallita que la abuela me había regalado al nacer y que ella no me había permitido llevar, por miedo a que la perdiera, que pudiera tragármela o cualquier cosa parecida. Ya sabes lo trágicas que os ponéis las madres imaginando desventuras increíbles que pueden sucederles a vuestros hijos. El duermevela me duró hasta que al alba las primeras luces del día comenzaron a entrar por el balcón de la habitación abierto completamente por el calor.

Salté de la cama procurando no despertarte. Lo logré. Sin siquiera desayunar salí de casa y cerré la puerta de la calle sin hacer ruido alguno. Me dirigí a la playa donde Marquitos y yo habíamos estado jugando la tarde anterior. Tenía muy bien localizada y delimitada la zona de juego: estaba entre el puesto de helados del paseo y la zona de chorros de agua que ese año el Ayuntamiento había inaugurado para que los bañistas desprendiesen la arena de sus pies. Era un espacio no demasiado grande. La marea estaba muy baja. Fui batiendo la zona, desierta a esas horas, mirando con atención al suelo. La tarea se me antojaba imposible; pese a ello algo me decía que debía de hacerlo, aunque fuese inútil; al menos así me justificaría ante mí mismo. Todo lo que encontraba a mi paso era tierra húmeda, algas, trozos de conchas, algún plástico y algunas maderas y cuerdas arrojadas al mar por pescadores de bajura. En definitiva, de la medalla y su cadena, nada.

Llevaba ya una media hora de ojeador cuando creí ver algo brillante refulgiendo en ese espacio cenagoso. Era tan mínimo que mi cabeza casi ni reparó en ello; sin embargo de manera mecánica me incliné para tocarlo con los dedos y recogerlo como ya había hecho con un buen número de objetos inservibles, que iba echando en la bolsa de plástico que portaba en mi mano izquierda. No encontraría la joyita perdida, pero al menos contribuiría un poco a la limpieza del planeta, decía para mis adentros a modo de consuelo. El caso fue que los dedos de mi mano derecha prendieron esa minúscula pieza que relucía; al tirar de ella para ver qué era y depositarla en la bolsa de desechos apareció ante mí la cadena de oro con la medallita de mi nacimiento. Si increíble, milagroso cabría decir, fue el hallazgo, no menos milagroso fue que medalla y cadena no hubiesen separado sus destinos una vez fuera de mi pecho.

—Así que, querida, tras lo que te acabo de relatar, volvería a preguntarte: ¿Tú crees en los milagros, Aurora? Y, remedando a Gustavo Adolfo, porque algo de inexplicable, hermoso, mágico y misterioso tiene el asunto, concluiría diciéndote: «¿Comprendes ya que un poema cabe en un verso?».

—¿Y yo qué debería contestarte? —dijo divertida Aurora—: «Sí, ahora sí que creo». O por seguir con el juego becqueriano aquello de «¡Ya lo comprendo!». Venga, Honorato, déjate de historias milagreras y pon la tele de una vez. ¡Menudo cuentista estás tú hecho!

Gloria

Subir otra vez a la sala no le apetecía nada. Acababa de hacer un servicio que, además, le había resultado muy desagradable. No tenían con ella consideración alguna. Estaba más que harta. Veía que el resto de compañeras no recibían el trato ominoso que ella sufría o, al menos, así se  lo parecía. Pero había que obedecer, quizás eso era lo único que había aprendido en los dos años de reclusión forzosa que llevaba allí. Ojalá que el hombre aquel que le dijo palabras tan agradables, que se interesó por ella, volviera. Pero era pedir un imposible ya que en ese antro sólo entraba gente de paso, no era un club de habituales. Pero por qué no, pedir un milagro no costaba nada, sería un no más a sumar a la ristra de noes que acumulaba desde que arribó a España.

Muchas noches Gloria, que dormía en una litera del dormitorio corrido que compartía con otras doce chicas, despertaba del reiterado y agradable sueño, en el momento en que bajaba del avión y era recibida por un guapo chico, quien con amables palabras la llevaba hasta un Mercedes deportivo. Pensaba que su despertar se debería a que ese biplaza era un elemento del todo extraño a las expectativas que se había creado. Su aventura  había comenzado en Cali cuando en una discoteca de reggaetón a la que acudía con frecuencia fue abordada por una pareja, tan amable ella y tan divertido él, que le hablaron de España, de los colombianos que ya estaban aquí desde hacía tiempo y de la  buena plata que en trabajos bien remunerados, cómodos y poco agotadores, ganaban. Le contaron de dos muchachas del barrio que ella conocía de vista, que trabajaban de dependientas en Zara Home y de otra, ésta prima carnal del simpático chico, que había logrado colocarse con contrato indefinido en la Residencia del Duque de Alba en Madrid. La pareja hablaba frecuentemente con ellas y cuando les preguntaban por la posibilidad de que otras chicas colombianas pudieran correr su misma suerte les contestaban que sí, que en España había muchas posibilidades, especialmente en Madrid, Barcelona y otras grandes ciudades del país.

Gloria no era chica de pocas luces, era lista; por eso, tras esta conversación, indagó en su entorno, preguntó a sus amigas de siempre, y acompañada por ellas volvió a la discoteca varias veces más. La pareja casi siempre estaba allí y derrochando amabilidad y simpatía hablaba con ellas. Cada vez el panorama era más y más ilusionante: trabajo en tiendas de moda como Zara, H&M, Primark o de señoritas de compañía de mujeres mayores con posibles. Y si, por un suponer, estos buenos puestos de trabajo estuviesen ya cubiertos, muchas colombianas, le dijeron, se colocaban en casas particulares donde recibían un salario muy decente como criadas internas o externas. Gloria y sus amigas Alba, Claudia y Diana, según que entre ellas hablaban de lo que esa pareja tan simpática les iban contando, se entusiasmaban más y más.

Un día Walter, que así se llamaba el chico guapetón que conversaba tan lindo, le dijo a Gloria que si quería podría marchar a España la siguiente semana, que un conocido suyo le había ofrecido un pasaje de avión en Avianca a muy buen precio; pero tenía que decirle ya si lo quería o no, pues había muchas personas interesadas. A Gloria no le costó mucho decidirse y se comprometió con él. Lo malo era que no disponía de dinero para afrontar el coste del billete por barato que éste fuera.

—No te preocupes, nosotros te lo adelantamos. Cuando estés en España ya bien situada podrás devolvérnoslo cómodamente. ¿Te parece bien?

Cómo no se lo iba a parecer. Gloria estaba viviendo algo inesperado, lo que le sucedía jamás había entrado a formar parte, ni por soñación, de sus proyectos de vida. Tras decirle a Walter que sí, se sintió como lo que en definitiva era: una pobre muchacha que viviendo en la extrema pobreza un día por arte de birlibirloque se veía dentro de un hermoso envoltorio presta a encaramarse a la carroza que la conduciría al baile. En cuanto aterrizase en España,  Walter le había asegurado que la emplearían en un trabajo bien remunerado, lo que daría paso a una vida gozosa y a sinceras nuevas amistades. ¡Qué príncipe podría ser más hermoso que esto que le estaba sucediendo! Sí, por fin, la vida comenzaba a ser agradecida con ella. De esta manera, hacía ya dos años, había comenzado todo, como en un cuento.

El último capítulo de ese hermoso cuento que con reiteración soñaba una y otra vez, fue para ella la entrada en ese bonito automóvil al que la condujo el guapo chico que la fue a buscar al aeropuerto. En la autopista, camino de algún lugar, seguramente de Madrid ciudad,  Gloria, muy nerviosa ante tanta novedad, lanzaba a su apuesto conductor preguntas de todo tipo. El silencio por respuesta que el joven le daba sólo se quebró con la que le hizo referida a su nombre.

—Me llamo Enzo.

Queriendo ser amable y cordial con el joven, ella le preguntó:

—Entonces no eres colombiano. Enzo no es nombre habitual entre nosotros. ¿De dónde eres, Enzo?

—¡Te callarás de una jodida vez, so puta!

Respuesta tan arisca y desabrida le reveló en ese momento a Gloria el auténtico y profundo ser de Enzo. El baile feliz en que hasta ese momento creía hallarse se vio interrumpido por ese aldabonazo, más terrible, sin duda, que las doce campanadas que a la cenicienta del cuento le hicieron salir precipitadamente del palacio.  El castillo de naipes que en su cabeza había construido se vino a tierra como por encantamiento. Se dio cuenta de su tremendo error. Se encontraba en tierra desconocida, sola, a miles de kilómetros de Cali, con una persona violenta que la llevaba a no sabía dónde. Era evidente que cuando llegaran a donde quiera que fuesen, quienes los recibieran no serían mejores que Enzo, quien ya para ella de bonito sólo tenía el nombre, de origen italiano y muy frecuente en la Argentina.

Quiso escapar. Intentó abrir la puerta inútilmente. Estaba clausurada, sólo era posible abrirla desde fuera. Para poder hacerlo y pedir auxilio, pulsó el botón de bajar el cristal de la ventanilla. También estaba bloqueado. Su nerviosismo fue en aumento. Comenzó a gritar: «¡Para, para. Quiero bajar!» Enzo sin inmutarse disminuyó la velocidad del deportivo, se orilló en cuanto la autopista se abrió a la posibilidad de acceder a una área de descanso y tras detenerse, sin decir palabra, descendió del vehículo. Abrió con delicadeza la puerta donde estaba Gloria y sin más preámbulo le propinó un golpe con el puño cerrado que la tumbó cuan larga era en el asiento trasero donde se encontraba.

Todo esto pensaba al tiempo que se preparaba junto a otras chicas para subir, otra vez, a la sala donde, cual ganado de carne prieta y joven para consumo humano, serían exhibidas. Entre el final de un servicio y el siguiente la madame les concedía un máximo de media hora de descanso. Ella aún tenía tiempo. Según se aseaba, para después maquillarse y vestirse de la manera ligerita que a los hombres les gustaba, su cabeza se le fue hasta otro despertar. En esa ocasión, lo recordaba de manera diáfana, su abrir de ojos fue bastante agradable: en una habitación, cuyas tenues luces apenas si dejaban adivinar el color rojo vivo de las cortinas que ocultaban la ventana; en una amplia cama arropada entre sábanas de delicioso y desconocido tacto, que, luego sabría, seguramente eran de seda artificial, rayón o seda de bambú. Del tremendo puñetazo que el malevo de Enzo le había dado para matar su curiosidad sólo quedaba el color negro del pómulo derecho de su cara aún bastante hinchado. Afortunadamente, su suerte parecía haber cambiado. También en Cali, pensó, más de un golpe había recibido de sus cuatro hermanas mayores que la envidiaban por su hermosura; una hermosura que, además de golpes femeninos, le hizo temer y sufrir muchas noches los acercamientos hasta su colchón de los varones de la familia, si es que a eso se le podía llamar familia. No quería recordar esos momentos, porque ahora mismo, todo era distinto, no mejor, pero sí diferente. El golpe que le dio Enzo en el coche lo admitía a beneficio de inventario; ya sabía ella, por propia experiencia, cómo eran los hombres.

Terminó de acicalarse. Prácticamente iba desnuda, pues sobre sus desnudos senos y el breve tanga tan sólo  caía un negligé tipo babydoll que tenían obligado vestir siempre que eran llamadas a la Sala. Si bien estas prendas femeninas eran más suaves y delicadas que las batolas y las levantadoras que ella y sus hermanas tenían en Cali, cómo las echaba en falta Gloria ahora mismo. Le gustaría sentir sobre su piel la aspereza de esas prendas que las mujeres colombianas utilizan habitualmente para estar en casa. La comodidad en Colombia prima sobre todas las cosas: para la casa, una batola; para salir a la calle, un overol de bluyín sobre unas pintas, y a bailar reggaeton. ¡Hay que ver lo mucho que Gloria añoraba su pobreza y libertad antiguas!

Ya en la Sala junto a dos o tres muchachas más se paseó entre las mesas ocupadas por hombres, solitarios los más y en pequeños grupos, otros. Eran clientes en cuyos ojos se vislumbraba el deseo animal que los había hecho parar allí, en el Club Cinderella. Como Gloria, las otras chicas, que pululaban por las mesas, se detenían frente a ellas, ofreciéndose a los machos quienes, con ojos brillantes enrojecidos por el alcohol y la rijosidad las devoraban, las toqueteaban y finalmente los más ansiosos pasaban a los reservados destinados al efecto.  Era un fin de semana más, zafio y sórdido como todos los anteriores.

Era imposible huir por ser imposible devolver la cuantiosa suma de dinero que los malevos y mangones mafiosos del Club les decían que les debían. Gloria lo sabía. Sólo sobrevivía esperando  el milagro, otro birlibirloque como el que la condujo hasta donde se encontraba, pero esta vez de signo contrario. Indiferente fijó su mirada y… ¿sería verdad que quien estaba sentado a la mesa, ante la que Gloria se había parado ofreciendo un sinfín de posibles delicias, fuera ese hombre? Con modales gatunos se acercó hasta el rostro del joven que la observaba para, tras el obligado «¿Te vienes conmigo?», susurrarle al oído:

—Dime tu nombre, por favor. Te necesito. He pensado mucho en lo que me dijiste la otra vez que estuviste aquí.

Serio, sin esa sonrisa que Gloria tanto ansiaba ver de nuevo en la cara del chico cuyo recuerdo le había permitido sobrevivir, él contestó:

 —Quiero sacarte de aquí, de este lupanar. Me llamo Enzo.

Avelino

Cuando las troupes de teatro llegaban a la ciudad, Avelino se ponía nerviosito. Desde antiguo deseaba ser artista. Siempre quiso subirse a las tablas. ¿Insatisfecho con su vida? ¿Envidioso de la libertad consustancial al mundo de la farándula? Con certeza no lo sé, pero seguro que un poquito sí. Avelino anhelaba ser actor para vivir otras vidas siquiera brevemente, aunque el verdadera motivo, la oculta razón que lo movía, al menos en su imaginación, era, con las actrices, poder convivir, cohabitar y quién sabe si algo más («amistad y lo que surja», que decían las páginas de contactos de las revistas picantes que le gustaba leer). Margarita Lahoz, la diva nacional, lo traía por la calle de la amargura: «¡ay, si yo pudiera saludar, hablar y lo que surja con la gran Marga, con la bella e insuperable Marga!», decía Avelino para sí. Y resultó que ese año la compañía de teatro y variedades  de Margarita Lahoz pararía en la localidad.

La semana de Ferias, cuando tenían lugar los principales espectáculos festivos y teatrales, Avelino era un auténtico azogue, no paraba quieto en casa. Se levantaba temprano y acudía presto al Hotel París, alojamiento habitual de las compañías teatrales que visitaban su ciudad. Se acomodaba en la cafetería del establecimiento y pese a sus estrecheces económicas, allí que se pasaba las horas con uno, dos y en los días centrales hasta tres cafés. Todo le compensaba con tal de poder estar cerca de los artistas que se hospedaban allí durante esas fechas.

Aunque normalmente sus excesos cafeinómanos no buscaban otra satisfacción que la de ver deambular de un lado para otro a los integrantes de la troupe, esta vez para Avelino la cosa fue diferente. El primer día que se apostó en la apartada mesa de la cafetería, desde la que ejercía la vigilancia, tuvo dos experiencias magníficas, epifánicas. Una fue ver directamente con sus propios ojos a la Lahoz junto a su partenaire Curro Ledesma, lo que a él, amante del arte teatral, le produjo una felicidad suprema. Pero sería la otra, la segunda experiencia, una auténtica revelación, la que elevó su contento muchos grados. Tal ocurrió cuando Dimas, el barman que lo atendía y al que conocía desde que de chicos acudían juntos a la escuela de Dª Mariana, se le acercó y le comentó que el productor de la Compañía buscaba personas para formar parte de la turbamulta que al final de la obra se abría paso desde el fondo de la escena hasta la batería, queriendo significar con ello el triunfo de la revolución popular.

—¿Y puede apuntarse cualquiera, Dimas?

—Eso ya no lo sé, Avelino. Sólo te diré que he oído que van a hacer un casting o algo así. Yo por mi trabajo no puedo acudir, pero tú claro que puedes. Imagino que con esa palabreja se refieren a elegir actores y que eso es lo que se hace en el teatro, el cine e incluso en la televisión ¿No es así, Avelino?

—Sí, sí, eso es, Dimas.

El aspirante a actor que Avelino era, tras la respuesta dada a su paisano entró en un estado de nervios totalmente desconocido para él. Quizás, pensaba, esta era la ocasión que llevaba anhelando tantísimo tiempo. Si acudía al casting tendría la posibilidad de resultar seleccionado, de subir a las tablas, convivir con sus ídolos e incluso cruzar algunas palabras con ellos, ¡ojalá que con Margarita!

Esa misma mañana el alguacil echó un pregón por encargo de la agrupación teatral recién aterrizada en la población:

«Se hace saber que a esta villa ha llegado una compañía de teatro y variedades que va a representar en el Centro Social de Mayores una obra inspirada en nuestra Guerra de la Independencia. Para poder llevarla a buen efecto dicha agrupación precisa de diez personas, cinco hombres y cinco mujeres. Cualquier vecino que ame el arte de Talía y quiera participar en la representación teatral podrá hacerlo, si es seleccionado para tal fin en el casting que hoy a las cinco de la tarde realizará el director de la misma D. Francisco Ledesma»

Nada más escuchar el pregón dado por Honorio, pregonero y alguacil, Velino partió como un rayo hacia su casa. Tenía que prepararse. Y se preparó: calentó la voz, eligió un vestuario goyesco que estimó casaría perfectamente con la época en que la obra se situaba, repitió hasta la saciedad una frase que pensaba iría como miel sobre hojuelas en el casting: «¡Vivan las caenas! ¡Abajo los gabachos!»…

Media hora antes de la anunciada, Avelino se ubicó a las puertas del Hotel París en una de cuyas salas de conferencias se realizaría el casting de marras. Al poco se vio primero de una fila de unas veintitantas personas entre hombres y mujeres. Por los comentarios que escuchaba pronto cayó en la cuenta de que por edad él era el mayor y por ello se reconocía como el más experimentado, uno de los candidatos con más posibilidades. Los jóvenes que estaban junto a él, por sus conversaciones sobre programas televisivos del corazón, se le revelaban como gente soez y poco culta. Nada en ellos le sugería a Avelino amor al teatro.

Llegada la hora convenida, las cinco de la tarde, esa hora mágica en que los toros huelen la muerte cercana, las puertas de la sala donde se realizaría la selección se abrieron. Una chica, feúcha pero pizpireta, salió y con voz aguda y algo desagradable dio las normas que se seguirían: primero pasarían las mujeres que hubieran acudido ordenadas por edades; después, cuando ellas finalizaran sería el turno de los hombres, los cuales pasarían a la sala ordenados también, pero en esta ocasión sólo por estatura y complexión.

La normativa dictada descolocó un poco a Avelino. ¿No habría que decir texto alguno? ¿Haberse presentado vestido de aquesta guisa tan pinturera sería mérito o todo lo contrario? Al poco tuvo respuesta a todas estas incógnitas.  La selección de los diez figurantes se hizo sólo por el físico, cuanto más gárrulo fuese el aspecto del individuo, mejor. Contrariamente a sus conjeturas, Avelino resultó elegido aunque claramente se le advirtió que debía de presentarse el día siguiente vestido de campesino español normal del XIX-XX y no de majo dieciochesco. 

Por si lo anterior fuera ya poca cosa para que la afición teatral de Avelino se tambaleara, los diez elegidos debían de salir al final de la obra provistos de hoces, horcas y garrochas tras quienes poco antes habrían  proferido insultos contra los españoles por zafios, sucios y malolientes. En este duelo actoral al personaje que Avelino representaba le tocó ser zaherido por una aristócrata gala elegantemente vestida con una robe a la polonaise. Desconocedor de quién era la actriz que daba cuerpo y voz a esta dama francesa que lo insultaba en exceso y que, atrevida por demás, le ha cruzado la cara con sus mitones, Avelino sufre un acceso de Método del Actors Studio y le propina un trompazo que para sí quisiera él en el taller mecánico donde trabajaba desde hacía quince años y donde sufría humillaciones sin fin de su jefe, tío carnal por parte de padre.

Que Margarita Lahoz, la gran Marga, la bella Marga, sufriera por parte de un mindundi que ni siquiera era actor de reparto, tal golpetazo marcó un punto de inflexión en la representación, primera de las dos que la Compañía de la diva haría en ese perdido lugar. Cuando cayó el telón los vítores fueron abundantes y atronadores. Duraban tanto que todo el elenco de la Agrupación comandada por Paco Ledesma, sorprendidos por no haberles sucedido jamás tal cosa, salieron a saludar una segunda vez. Prosiguieron los aplausos. En la tercera salida, el público exigió la presencia en escena de los extras, especialmente del valiente que había golpeado como se merecía a la estirada francesa, a la dama frívola y peripuesta tan larga de lengua. No hubo más remedio que pedirle a Avelino que compareciera y saludara a sus paisanos; la mismísima Margarita Lahoz, recuperada ya totalmente del golpe que éste le había propinado, tomó su mano y juntos avanzaron desde el fondo hasta el proscenio envueltos en las ovaciones. El teatro había encontrado un actor. Casting en estado puro.

Tentetieso

Beatriz sentía un cariño inmenso por sus padres. Cuando cumplió los doce años comenzó a notar algo que la desasosegaba muchísimo: Remedios, Reme para familiares y amigos, vamos, su madre, ya no le prestaba la atención de antes. «¿Me habré hecho mayor y por eso mamá ya no se siente obligada a demostrarme afecto? ¿Mayor? ¿Demostrar afecto? ¿Es que los padres, mamá en este caso, fingen ante sus hijos?»

 

Norberto, Tito para amigos y familiares, vamos, o sea, papá, a diferencia de Reme paraba poco en casa, ocupado como estaba siempre en los negocios. Decía, me dijo siempre, nos decía habitualmente que la educación que nos daba a mi hermana y a mí costaba un riñón, que él quería lo mejor para nosotras, que lo mejor que podía dejarnos era una buena formación, y bla-bla-bla

—Sí, papá, pero mamá no está muy contenta con ese plan —le decía Laura, mi hermana, cada vez que el temita salía a colación

—Sí, lo sé, lo sé, ella querría que cada poco saliésemos a cenar, fuésemos al cine, invitáramos a casa a los padres de vuestras amigas… —pensaba en voz alta Norberto— Pero tampoco hace ascos a la tarjeta de crédito que yo apenas le controlo. Bueno, en fin, hijas, no quiero enfadarme, así que a otra cosa: ¿Qué tal la segunda evaluación? —concluyó.

 

Mis padres cuando no sabían de qué hablar con nosotras tiraban de protocolo. Y el manual lo que rezaba era que había que interesarse por lo que hacían o pensaban los hijos, así que  el colegio, la marcha de sus estudios en el insti e incluso sus amistades siempre era una buena manera de salir de una situación embrollada.

 

—Bien, papá, bien —soltó Laura algo enfadada —. Ya lo sabes, te lo dijimos ayer cuando te mostramos las calificaciones de final de trimestre. Y tú, por si no lo recuerdas, alabaste nuestras notas y dijiste que estabas satisfechísimo de nosotras. ¿Por qué entonces vienes ahora con estas preguntas tontas?

Laura era mayor que yo y solía ir al choque con papá y mamá. No sé por qué lo hacía. A mí me daba un poco de vergüenza oírle decir, sobre todo a papá, cosas a veces muy duras. Con mamá, no sé si sería por solidaridad de género, no se portaba de modo tan agresivo. La verdad es que mamá es un amor, más que una madre yo la veo como una amiga. Pero ¿pueden los padres ser amigos de sus hijos? A eso yo aún no sabría qué contestar, pero Laura lo tiene clarísimo; cada vez que en voz alta hago estas reflexiones y le lanzo la pregunta me responde con un taxativo NO.

 

—¿Te he contado lo mío con Luis? —así, de sopetón, casi sin venir a cuento me lo soltó Laura cuando papá salió de la casa sin responder a su invectiva.

—No, pero tampoco me interesa, ¿sabes? —le contesté algo enfadada dejándola en su nube de tontería. Parece mentira que ella sea la mayor, la teóricamente responsable cuando desde lo suyo con Luis está inaguantable. «Lo mío con Luis», dice la tía, ¡habrase visto!

 

Laura salía con Luis y, debía de ser por eso, vivía en otra galaxia. O protestaba y se incomodaba por todo y con todos, o tenía cara de pánfila y no se enteraba de la misa la media. Iba y venía mentalmente de una cosa a otra, pasaba de esto a aquello sin ilación alguna. Su anterior conato de enfado con papá era buena muestra de ello. Yo la veía como ese payaso que tanto nos divertía de niñas cuando una u otra lo golpeábamos y nunca, nunca, conseguíamos que cayera definitivamente. Estaba Laura siempre en situación inestable pero afortunadamente jamás, al menos hasta el momento, había caído en el desequilibrio más absoluto.

 

—¿Mamá, qué le pasa a Laura? Está tonta últimamente.

—No, Beatriz, no —me respondió mamá—, a Laura no le pasa nada grave; lo que ocurre es que está en la edad del pavo, es una adolescente de libro. No le hagas mucho caso —y me dio un beso de esos que antes me prodigaba con mayor frecuencia y que yo de unas semanas a esta parte estaba echando de menos. La felicidad que sentí al haberla recuperado de nuevo no sé cómo describirla; simplemente diré que me emocionó tanto su beso que casi, casi, se me escapó una lágrima.

—¡Ahí va, mamá, Laura está llorando! —chilló fuera de sí Laura, al verme los ojos enrojecidos tras la demostración de cariño de mamá—. Si es que es una cría, ya te lo decía yo, mami. Venga, nena, llora un poquito más. ¡Uy, qué sensible es ella!

—Deja en paz a Beatriz, Laura. A ver si os lleváis bien, hijas, parece mentira que seáis hermanas. Y tú, Laura, no olvides que eres la mayor. A ver si das ejemplo y te comportas como una chica ya casi mayor de edad y no como una eterna adolescente.

 

Remedios cesó en su faceta de madre educadora cuando cayó en la cuenta de que Tito no daba señales de vida. ¿A dónde habría salido de manera tan precipitada? Desde luego su comportamiento últimamente era de lo más extraño. Entraba poco y tarde en casa; y cuando lo hacía, salía a gran velocidad nada más comer o al poco de levantarse. Remedios se había acostumbrado a su papel de esposa dedicada a la educación de sus hijas; por su parte Norberto cumplía aportando dinero y medios de subsistencia más que suficientes gracias a su trabajo como Ceo de esa consultora tan prestigiosa. En los casi 20 años que llevaban casados no podía Remedios achacar nada a su marido. Pero últimamente, no sabía, algo había en el ambiente hogareño que la perturbaba. Y tenía que ver con Tito, seguro, esa manera de olvidar las notas de sus hijas o de abandonar la mesa a gran velocidad para contestar el teléfono. Desde luego Reme estaba mosca.

 

Todo lo que puede empeorar, lo hará sin duda alguna, formuló un tal Peter no sé cuándo. El empeoramiento eclosionó cuando Remedios fue a recoger de la tintorería esa chaqueta que tanto gustaba a Norberto y que había traído sucia del cóctel que la empresa dio por los beneficios obtenidos durante el ejercicio pasado. Allí, en la tienda, Cuca, la tintorera, al tiempo que le entregaba la chaqueta puso en sus manos unos papeles que había encontrado en el bolsillo interior de la misma. Al abrirlos y leer uno de ellos Remedios empalideció. El mundo que creía tan sólido y en el que había vivido confortablemente durante veinte años comenzó a tambalearse. Parece mentira que un simple papel pueda ocasionar tal tremolina.

 

—Mamá, ¿por qué lloras? —preguntó Laura a Remedios al volver del Instituto y encontrar a su madre sentada en el sofá con lágrimas en los ojos,

—Mami, ¿qué te pasa? —le dije yo nada más llegar a casa de regreso del colegio al verla llorando como una Magdalena.

—No es nada, hijas —nos respondió—, no es nada. Cosas de mayores.

—¿Cosas de mayores? —intervino Laura—. Yo ya soy mayor y no me siento a llorar por eso. Algo habrá pasado para que estés así. ¿Le ha ocurrido algo a la abuela?

—No, no, no ha pasado nada, no os preocupéis. Sólo que…

Y Remedios estalló en una llorera imparable que ninguna de sus dos hijas era capaz de contener. Ambas, Laura y Beatriz, olvidaron sus fraternales diatribas y arroparon a su madre entre sus brazos. Era evidente que algo gordo pasaba, había ocurrido o estaba a punto de suceder. La paz familiar se tambaleaba, el consistente mundo en que estas mujeres vivían se venía abajo. Las niñas aún no sabían el motivo, pero intuían que Tito tendría algo que ver en ese terremoto. De esto estaban convencidas las dos.

—Tito, vamos, papá, vuestro padre —dijo entrecortadamente Remedios— me eeesssttááá engañando —un sentido ¡ay! emergido del fondo del alma escapó de los labios de Reme, al tiempo que volvía a sumirse en sollozos y pucheros mezclados con ininteligibles vocablos—: «cabro….zo; hide…tupadre; mar…azo …»

—Mamá —intervine yo con determinación, al darme cuenta de que de las tres era la única que tenía aún la cabeza en su sitio —, nos dices de una vez qué es lo que ha pasado, has descubierto o sabes para afirmar que papá te engaña.

Remedios me miró con gesto cansado y agotada, sin fuerzas, sacó del interior de la bata que solía ponerse para estar por casa un papel doblado que me entregó. Laura vino corriendo a mi lado para no perderse nada de lo que allí pudiera estar escrito. Lo abrí con cuidado y lo único que vi fue un corazón dibujado sobre el que aparecía, constriñéndolo, una especie de junco trenzado. Bajo el corazón en letras góticas podía leerse «I love you!» 

—¿Y? —le lanzó Laura a mamá.

—¿Cómo que «Y», Lauri? Pues está bien claro. Tu padre tiene una historia con otra por ahí y ella le hace dibujitos y cosas así. Lo que no alcanzo a entender es por qué Tito pudo olvidarlo en la chaqueta que yo iba a llevarle al tinte.

—No sé, no sé, mamá , quizás no sea ese el significado del dibujo. Si te digo la verdad a mí me recuerda las tonterías que yo y mis amigas hacemos en clase cuando estamos aburridas escuchando al profe o profa de la asignatura que sea que habla y habla.

—Tú eres muy pequeña, Beatriz —dijo Laura al tiempo que me hacía a un lado y se abrazaba con mamá como queriendo indicarme que yo no sabía interpretar los mensajes que los enamorados se lanzan entre ellos—, y no sabes de qué va la vaina. Papá, así te lo digo, le está poniendo los cuernos a mamá. Mira, a mí Luis me hace eso y es que…, vamos no sé qué haría ni qué le haría.

En ese momento sonó la puerta de la calle al ser abierta desde fuera; unas llaves tintinearon mientras que quien acababa de entrar en casa las colocaba en la cerradura tras cerrar con un portazo familiar para nuestros oídos. Sí, efectivamente, era papá que volvía a casa de su trabajo. Bueno, de su trabajo o de lo que fuera que él denominaba trabajo. Las tres mujeres nos miramos consternadas: ¿qué hacer ahora, qué decirle a Norberto, a papá, quién hablaría con él…? Sin haberlo convenido optamos por hacer como si nada hubiera ocurrido. El papel delator quedó como olvidado sobre la mesa baja del salón, la que estaba frente al sofá. Que fuera lo que Dios quisiera.

 

—Hola, chicas —contento papá dio un beso en los labios a mamá, vamos a Reme, a la que por el momento seguía siendo su mujer. Mamá estaba pálida y no supo que decirle—. No sabéis lo contento que estoy hoy, por fin cerramos el proyecto de la textil que me ha tenido absorbido el seso estos últimos meses. —Luego su mirada se posó en el papel que contenía el corazón dibujado; lo tomó con indiferencia en sus manos, lo desarrugó mientras seguía hablando de manera exultante y cuando el rojo corazón constreñido apareció ante sus ojos exclamó—: ¡Ah, coño, mira donde estaba el esbozo del lema publicitario de la campaña!

 

Me levanté y tras pasar junto a la mesa pegué un manotazo al tentetieso que llevaba tiempo a punto de quedar tumbado definitivamente. Recobró la posición de siempre. Me fijé en las facciones de payaso, de Jóker, que tenía el muñeco y me dio la impresión de que su boca y sus ojos se abrieron en una sonriente, enorme y enigmática mueca.

Colorado

Comer en el campo le encantaba. De muy joven siempre era su madre quien, tras acercarse a buscarla, se la ofrecía a él y a sus hermanos para disfrutarla todos juntos. A él lo llamaban Colorado por la mancha que, pasando por su ojo izquierdo, le cruzaba la cara desde la frente hasta la barbilla; a su madre, atractiva hembra juncal y jacarandosa, desde siempre se la conoció en el grupo con el sobrenombre de la Andaluza. La llamaban así por su carácter, difícil de doblegar, y por su gracia al moverse que parecía que caminara bailando. Yo pienso que el apodo le iba como anillo al dedo pues jamás conocí otro ser menos remiso a ceder, a mostrarse sumiso ante los demás,  especialmente si eran del sexo contrario. En el grupo de amigos cuando la veíamos con todos los suyos, a los que cuidaba como si le fuera la vida en ello, nos admiraba la solicitud con la que se entregaba. Con Colorado era una madre dedicadísima, le dio de mamar hasta que él se lo pidió;  es más, fue él quien decidió alejarse de las tetas de su madre y no al revés, como suele suceder.

El comportamiento de Andaluza con quienes se le acercaban era desabrido de suyo. Como es lógico, nunca se lo oímos expresar, pero muchas de las veces su actitud con éstos era la de aquel o aquella que exclama eso de «a mí no me torea nadie, habráse visto». Esto lo pude comprobar en más de una ocasión; en realidad, ella se mostraba brava siempre que, bien en grupo o individualmente,  era tentada por aquellos que pretendían conocerla mejor, saber más de ella, intuir a su través la manera de ser de sus hijos. Demasiado cerril, decíamos mientras nos mirábamos los unos a los otros, no sé yo qué futuro le espera si no modifica adecuadamente su comportamiento.

Aunque en Andaluza muchas cosas eran criticables, desde luego su prole no se contaba entre ellas. De todos sus retoños, Colorado pienso que fue su favorito, al que más protegió y defendió cuando sus hermanos o compañeros de grupo lo agredían o decidían apartarlo de sus juegos o correrías. No sé cómo lo logró, pero Andaluza se las ingenió para que su jefe se fijase en Colorado más que en los otros.

Que Emeterio sentía predilección por el consentido de Andaluza fue visible para todos desde el primer  momento. Quizás fuera la nobleza, el buen talante y la magnífica figura de éste lo que le animó a llevarlo de fiesta por los pueblos que las celebraban. Hay que ver lo mucho que Colorado disfrutaba con el corre-que-te-pillo u otros juegos semejantes que practicaba con los niños y el mocerío de esas localidades. Pasaban el día así; luego, cuando el sol caía y las plazas se vaciaban,  Emeterio y Colorado se recogían en su vehículo de motor y, cansados como estaban, regresaban a casa.

Si mucho disfrutaba Colorado en los pueblos, es de ver lo contento que se ponía cuando en el campo cercano a la casa, corría junto a sus hermanos y compañeros. Acumuladas llevaba consigo esta felicidad y experiencia cuando un día, en una de esas festivas carreras populares resbaló, derrotó y topó en tablas haciéndose un daño tremendo. Los chiquillos a los que perseguía aprovecharon ese instante suyo de debilidad y cansancio para echarse sobre sus espaldas, lo que le hizo sentirse feliz y contento. Sin embargo, una vez en que por las calles de un pueblo en lugar de perseguir a chicos y mayores él era el perseguido y decidió pararse y volverse, la cara de susto que vio en sus perseguidores le dio a entender que algo no era como él creía que era. Se asustó.

Pese a esto, le agradaba la sorpresa que generaba en los demás con su detención y cambio de sentido. Cuando tal movimiento efectuaba el tiempo parecía suspenderse, la palidez se apoderaba del rostro de todos menos del suyo, claro. Esos días hay que ver lo mucho que se divertía. Colorado se lo pasaba en grande, pero no llegaba a comprender el motivo del miedo que generaba ese inocente desplazamiento suyo en las personas con quienes jugaba. ¿Sería esa mancha colorada que le cruzaba la cara la causante de tal temor? Lo dudaba, pero era evidente que, sin ser consciente de ello, algo había en él que asustaba. Decidió cambiar.

A partir de entonces, Colorado modificó su conducta. Ya no correteaba como un tonto persiguiendo personas, ahora se paraba junto a ellas y como prueba de afecto procuraba acercar su cabeza a la de ellos. Sorprendentemente esta demostración de cariño y de compañerismo era recibida por la concurrencia con chillidos  y un ¡¡Cuidado!! que tampoco llegaba a entender. Empezó a sentirse un extraño en ese ambiente, ya no disfrutaba como antaño, por ello se acercaba a Emeterio y sin mediar palabra le pedía volver a casa. Al llegar allí, corría a refugiarse junto a su madre que, bien lo sabía él, era el único ser de este mundo que lo comprendía y entendía lo que pasaba por su cabeza.

Un día, unos hombres a caballo llegaron hasta donde Colorado estaba; lo buscaban para deshacerse de él. Emeterio había comentado con ellos su comportamiento y eso supuso el principio del fin. Colorado fue apartado de Andaluza y de sus hermanos, pasó junto a otros cinco compañeros la noche en un feo departamento que, como era verano y hacía buen tiempo, carecía de techo; al día siguiente lo encajonaron y en un camión fue trasladado a la ciudad. Esta vez no viajaba con él Emeterio, su jefe y hasta ese momento —así lo creía él, al menos—muy buen amigo; tampoco el destino era un pequeño pueblo en fiestas. No, ahora iba encajonado, aislado de los otros cinco, camino de una gran ciudad donde los afectos, eso ya se sabe, están más escondidos o simplemente brillan por su ausencia.

Al llegar el transporte al lugar de destino, Colorado y sus cinco acompañantes fueron desenjaulados, al día siguiente sorteados y finalmente confinados en un cobertizo anejo al albero. Quedaba un día para mostrar en esa ciudad el genio, estirpe y bravura que se les suponía a la media docena de ejemplares que protagonizarían el festejo del Corpus Chico. Colorado había quedado en el sorteo como segundo del lote correspondiente a un joven recién llegado de apenas dieciocho años, vamos, casi un niño. Cuando le llegó el turno, Colorado entró en la plaza tranquilo, sin correr; sabía por el conocimiento adquirido durante los dos años anteriores que lo mejor era llevarse bien con las personas, corrieran delante o detrás de él. El chico vestido de luces y con cara de miedo que se puso ante él despertó en Colorado lo más parecido a un colosal sentimiento de cariño. Lo manifestó como él sabía, o sea, se acercó a él, cabeceó, intentó lamerle el rostro…

Los silbidos y los pateos surgieron de tendidos y andanadas como si algo tremebundo estuviese sucediendo. Todo el público esperaba que la suerte de varas metiese en vereda a ese Colorado que parecía no tener ninguna gana de ser toreado. Era evidente que la genética materna se revelaba, quizá de modo algo equivocado, en el joven novillo. El picador lo citaba desde su puesto, los subalternos intentaban ponerlo en suerte, caballo y caballista se movían hacia adelante y hacia atrás para ver si el morlaco se arrancaba y decidía entrar al castigo. Pero no, Colorado no era agresivo; Colorado era un ser vivo que gustaba del juego, de la fiesta cuando ésta era sólo eso, fiesta sin ninguna sangre; y Colorado no iba al caballo, Colorado se alejaba correteando hacia las tablas donde el peligro no existía.

El presidente desde el palco presidencial sacó pañuelo de color blanco acompañado seguidamente del de color rojo, el color de la sangre. Emeterio en esta ocasión actuaba de asesor de la máxima autoridad de la Fiesta. Él sabía lo que significaban esos dos pañuelos, en especial el segundo. Saberlo no siempre equivale a compartir el alcance de ello. Lo que de verdad él sabía es que su buen amigo Colorado no lo merecía. El utrero, por su parte, no supo identificar el castigo que escondía ese pañuelo rojo. Lo conocería en carne propia, pronto sabría que la bondad y el trato amigable no siempre reciben premio; en su caso, todo lo contrario. Entendería que a quien no entra por el aro, a quienes deciden ir a su bola en pleno ejercicio de su libertad, a quienes no se atienen a lo estrictamente establecido, a los indisciplinados, a los injustamente considerados cobardes… se les castiga de manera brutal. Eso significaron para Colorado esos dos hermosos y desganados pañuelos: banderillas negras, banderillas de fuego. Tremendo castigo.

Compás de espera (dueto)

Mucho se acordaba de sus padres, de lo que en España ya desde niño, pero sobre todo de joven adolescente le contaron sobre su nacimiento. En mitad de las refriegas, de los sonidos atronadores, deseoso de abstraerse y en búsqueda del sosiego necesario para intentar dormir, se perdía mentalmente en lo que ellos, sobre todo Alfredo, su padre, le habían relatado. Javier procuraba atrapar los recuerdos entre un bombazo y otro; lo conseguía en ocasiones, pero muchas otras veces ni por soñación lo lograba. Sin embargo, en esta oportunidad…

 

Desde el principio las señales fueron difusas. Es más, puede que hasta los mismos encuentros amorosos se viesen viciados de origen. Me preguntaba: ¿Es normal hacer el amor movido por ideas y finalidades preconcebidas? El deseo de convertirnos en padres nos había llevado a tu madre y a mí a concebir los apareamientos cual si fueran mecánicos y necesarios estadios para alcanzar ese ansiado fin superior. Los sucesivos fracasos convirtieron lo que debía de ser placer, morosidad, deleite y entrega mutua en una inoportuna y desagradable papeleta que había que cumplimentar.

—Alfredo, acabo de tomarme la temperatura basal y estoy en plena ovulación —clamó desde el dormitorio Noelia con tono perentorio.

—¿Pero no me dijiste ayer que este finde podríamos descansar? —respondí algo molesto desde mi mesa de trabajo, donde en el ordenador jugaba al Age of Empyre, juego que me tenía absorbido el seso, y en el que en ese momento me afanaba por lograr pasar la ventana de la conquista de China.

 

Parecía que los impactos de los misiles rusos se espaciaban cada vez más. Su secuencia de caída era cada vez más dilatada. Asimismo, la respuesta ucrania se demoraba. Este cambio de ritmo, paradójicamente devolvió a Javier de su evocación a la cruda realidad; no obstante, algo por el cansancio, y también por la levedad del ataque, al poco la tranquilidad volvió a adueñarse de él. Mentalmente escapaba a España…

 

Si admito la verdad, diría que estaba tomándole cierta repulsión a la coyunda, y mira que, de siempre, en el grupo de amigos calzarme a todo bicho viviente con faldas fue mi incentivo vital, mi razón de vivir. Sin embargo en esa tesitura, con el cientifismo llevado a la cama a lomos del denominado método de la temperatura, tan de moda en el grupo de amigas de Noelia, tu madre, para mí follar se había convertido en una condena a trabajos forzados. No sólo el placer había mutado en trabajo forzado, sino que, además, suponía un auténtico examen personal, cuyo inapelable resultado se conocía apenas dos semanas y media después del coito. Si el óvulo quedaba sin fecundar o, como ya nos sucedió en un par de ocasiones, quedaba huero (mucho más doloroso aún, pues el engaño duraba más tiempo), Noelia y yo entrábamos en una fase de interrogantes silencios y culpabilidades dolosas. Así, nos dijimos, no podemos continuar.

Malena, íntima amiga de mamá, un día nos  habló de ‘Gestclinic’, un centro de planificación familiar que atendía a parejas o a mujeres sin ella, que infructuosamente llevaban tiempo buscando quedarse embarazadas. Malena nos dijo que ella y Luis, su marido, cuando pasaron por lo mismo que nosotros, acudieron allí y ahora tenían una parejita de nenes guapísimos, un par de gemelos.

—Deberíamos de probar con la fecundación in vitro —me comentó un día Noelia—. ¿Qué opinas, Alfredo?

—Tú ya sabes, Noelia que yo estoy abierto a todos los escenarios. A mí ser padre me hace ilusión y verte a ti, feliz, convertida en madre, me encantaría. Vamos, que sí, que cuando tú quieras.

 

La pausa acabó y de nuevo el fuego de mortero y los estallidos provocados por los drones se impusieron. Javier salió de su ensueño, regresó a su realidad. Una realidad que muchos de sus amigos y familiares desconocían al no haber querido él dársela a conocer. Tras los primeros gestos de solidaridad española con el pueblo ucraniano, Javier no se conformó con acudir hasta Leópolis para rescatar a mujeres y niños trayéndolos hasta España. No, él, en su segundo viaje hasta allí, viendo cómo iba el conflicto decidió apuntarse a la Legión Internacional para la Defensa de Ucrania. Sus 28 años, perfecta salud, buena forma física y experiencia adquirida en el ejército español durante los siete años que fue soldado profesional le abrieron totalmente las puertas de la LIDU. Pero, claro, no todo era tan bonito como lo pintaban en el centro de reclutamiento. Entre otras cosas la guerra parecía ahora un conflicto interminable. Javier sólo conocía breves descansos, mínimos momentos de compás de espera que él había aprendido a aprovechar. Una vez más el silencio se adueñó del espacio, y nuevamente la cabeza del joven legionario español escapó de la zona de combate donde físicamente se encontraba…

 

Noelia y Alfredo, en cuanto decidieron acudir al Centro de Planificación Familiar, perdieron la tensión emocional que arrastraban desde hacía meses, si no años. Ingresaron en la tranquilidad amatoria propia de cualquier pareja. No hacían ya tanto el amor, claro, no tenían que saltar a la cama dejando cualquier cosa que tuviesen entre manos, pues el bien superior del ansiado bebé primaba sobre todo lo demás. Ahora sus relaciones sexuales eran más naturales, surgían de manera más espontánea y se centraban en su propio disfrute sin ulteriores finalidades.

Entre visitas a ‘Gestclínic’, varios períodos de tratamientos hormonales, exámenes diversos, extracción de óvulos y de esperma, estudio de la compatibilidad genética entre ellos dos, toda una panoplia de pruebas necesarias y la espera de los resultados de cada uno de los muchos exámenes que les hicieron —así se lo habían contado a Javier— pasaron casi dos meses y medio. Fue entonces que los médicos de ‘Gestclinic’ lograron fecundar cuatro óvulos de Noelia.

Tras este primer paso acordaron, antes de proceder a la implantación de los embriones en el útero de Noelia, dejar que en laboratorio los mismos evolucionasen celularmente y que las fases de mórula, blástula y gástrula ocurriesen en un medio estéril muy controlado. Vamos, que antes de que los ginecólogos realizaran la transferencia de los embriones, pasaron cuatro o cinco días desde la fecundación.

Alfredo aguardaba en una sala de la clínica a que las maniobras de los facultativos en las entrañas de su querida Noelia concluyesen. Le dijeron que la cosa sería rápida, que no demoraría más de unos quince minutos; sin embargo, ya llevaban —o eso pensaba él— como poco, más de una hora. El tiempo se había congelado en una especie de compás de espera que, parecía, nunca iba a concluir. Por fin, se abrieron las puertas de la sala y apareció Ana, la ginecóloga encargada de la transferencia, que con gesto neutro exclamó:

—¡Sorpresa, Alfredo! Cuando hemos accedido a la matriz de Noelia para implantar los embriones nos hemos quedado boquiabiertos. Allí, desarrollándose, ya debidamente implantado, tu mujer tiene un embrión propio, ya casi un feto pues tiene todos los caracteres propios de los mismos a partir de las ocho semanas. Enhorabuena, pues, Alfredo, veo que habéis aprovechado muy bien el impás a que os hemos tenido sometidos.

 

El tableteo de una ametralladora próxima sí que fue una sorpresa para Javier que de este modo salió bruscamente de su ensoñación. El mundo real se le vino encima. Hubo de refugiarse, junto a otros miembros de su batallón, en una de las casas en ruinas de la devastada ciudad. Quizás —pensaba en su huida,  ¡así de absurdo era todo!—, si lograba mantener la vida, encontraría una explicación lógica al relato de sus padres, ahora no sabía si fantasioso o inventado por ellos para él.

 

—Pero qué imaginación tan calenturienta tienes, Alfredo —me dijo Noelia mientras intentábamos que te durmieses tras tu último biberón del día—. Sé que esta historia que me acabas de contar es puro entretenimiento para dormir a Javier y al tiempo evitar nosotros quedarnos dormidos. Habría sido imposible que Ana en los días de extracción de los ovocitos y de la punción de los folículos no hubiese advertido el embarazo que tú has imaginado. La ficción se te da bien, en especial la ciencia ficción, o mejor, como dicen los creadores americanos de contenidos audiovisuales, la fantasy fiction.

—Jo, me has descubierto, Noelia —le contesté—. Pero no me dirás que no te sirven mis locuras y ensoñaciones para llenar los tiempos muertos que, ya desde antes de nacer, Javier nos procura, ¿eh? A propósito, cariño, tengo una duda, ¿finalmente acudimos o no a Gestclinic como sugeriste, hace ya casi un año, antes del nacimiento de nuestro hijo?

 

Mientras, en racimo, siguen cayendo las bombas sobre mí y mis compañeros. En cuanto la lluvia de fuego cese y pause el fragor, volveré a pensar en ellos, en mis padres, en Noelia y Alfredo, que tanto afán pusieron en tenerme, en procurar que yo llegase a este mundo. Incomprensiblemente, yo me empeño en largarme de él. ¿Por qué? ¿Serán mis veintiocho años de vida mero compás de espera entre una y otra nada? Quizás, en algún momento álgido de esta contienda encuentre una explicación válida a este contrasentido.

El accidente

Siempre me ha divertido escribir sobre mí mismo, sobre aquello que me estuviera sucediendo. Siempre, hasta hoy. Estoy no sé dónde, hay luces claras por todos lados y a mi lado pasan veloces muchas personas.Hay, sin duda alguna, más mujeres que hombres. Algunas llevan en las manos no sé qué cosas que toman de bandejas de cartón; otras, en grupo las más jóvenes, ríen con gesto contenido, si bien no pueden evitar transmitir la certeza de su alegría vital. Sí, también hay hombres, jóvenes algunos, pocos, pero muy  fornidos, que transportan con habilidad de un lado para otro a personas como yo; las transportan o simplemente las cambian de lugar aparcándolas con frecuencia en fila a la espera de tampoco sé muy bien qué. ¡Ah, sí, ya sé! A la espera de que alguien –hombre o mujer, últimamente más mujeres que hombres (esto creo que ya lo he dicho, aunque no estoy seguro del todo)- , le mire y diga algo sobre él, decida qué hacer con él.

Sí, como me parece haber escrito más arriba siempre me divirtió hablar sobre lo que me pasaba. Y es que lo que me pasaba por entonces era normalmente curioso y hasta divertido. Hoy, mejor dicho, desde hace unos cuantos meses, no hay nada de gracioso en lo que me ocurre, aunque sí sea novedoso, al menos para mí. Y es que un día me duele aquí, otro día allá; un día me caigo en el baño con peligro de hacerme mucha pupa, y otro… ¡vaya, ahora se me ha olvidado lo que iba a escribir! En fin el caso es que… ¡Eh, eh, acabo de recordar! …Y otro confundo el blíster de las pastillas para la circulación con el de las del colesterol y trastoco la periodicidad de las distintas tomas, y eso a pesar del estupendo dispensador que mi sobrina Irene me regaló en mi último cumpleaños. «Toma, tío, para que sepas sin temor a equivocarte qué día de la semana y a qué horas tienes que tomar tu medicación».

—Muchas gracias, nena —le agradecí con sinceridad—. Esto que me regalas me va a venir de perilla.

—Recuerda, tío, que sólo tienes que ocuparte un día a la semana, por ejemplo los domingos por la tarde, mientras escuchas Carrusel Deportivo, de rellenar con pastillas los siete compartimentos en sus respectivos momentos del día (desayuno, comida y cena) —se empeñó la niña en insistirme, algo desconsideradamente por su parte, pues se diría que me consideraba tonto.

—Sí, hija sí —le respondí molesto—, no estoy lelo. Ni lo estoy, ni jamás lo he estado. Por eso vivo solo y tan contento, sin problema alguno.

—Ya, tío Alberto, lo sé, lo sé. Pero he de decirte, si me lo permites, una cosa: uno nunca sabe en qué momento empieza a perder facultades. Tú estás estupendo, pero debes de ser consciente de tu edad. No todo el mundo alcanza la novena década y mucha menos gente con la claridad de ideas que tú, afortunadamente para ti, demuestras.

 

La cosa es que no sé por qué estoy aquí, en este hospital. A cualquiera que se me acerca le pregunto qué me ha ocurrido.

—Has tenido un accidente, abuelo —responden al unísono mi nieto y su padre.

—¡Pero si hace diez años que no conduzco! —protesto molesto.

—Un accidente cerebro vascular —escucho que me dicen, creo, aunque quizás sea que lo cuchichean entre ellos los sanitarios, o mis familiares, o mi sobrina Irene que acaba de llegar con su primo, o….¡Vaya, parece que se me va la olla, la cabeza! ¿Me estaré mareando?

—¡Ah, coño! —alcanzo a responder antes de que todo se desvanezca a mi alrededor.

Del pasillo en que estaba debidamente aparcado en línea alguien, parece que un hombretón uniformado todo él de blanco empuja la camilla en que me encuentro («Sí, sí, es una camilla. No sé por qué mi cabeza me decía que era una cama») y me transporta por un sinfín de galerías y pasillos. Las puertas de este laberinto se abren de manera automática a nuestro paso. Él, Amadeo creo haber oído que lo llaman unos y otros, sortea con habilidad los obstáculos que encontramos en nuestro avance: enfermos encamillados, enfermeras que acuden presurosas a atender la llamada de urgencia de algún moribundo, familiares que planean qué hacer cuando la abuela fallezca y que, egoístas, ocupan los pasillos…

«Amadeo, cuando lo dejes en quirófano, acude rápido a la 424, hay un código 44…»

Hablan de mí, estoy seguro. O sea, pienso, que es a mí a quien llevan al quirófano, así, sin más ni más. ¿Código 44? ¿Estoy tan grave como para eso? Aunque yo qué coños sé lo que es un código 44…

La cabeza se me va, se me está yendo o se me ha ido y retornado sin darme cuenta. ¡Oh, qué luz tan molesta! No puedo ni abrir los ojos. Sin embargo estoy tranquilo. Recuerdo que… Miro mi mano y la veo llena de tubitos de plástico transparente que enganchan con un distribuidor blanco del que nacen pequeños grifos. Algunas de estas espitas están sin conexión… Estaban me parece, porque…

—Bueno, Manuel, ¿cómo te encuentras? —me dice una hermosa mujer con cofia y atuendo de color verde—. Si te duele o molesta cualquier cosa de las que vamos colocándote, no tienes más que decírnoslo.

Yo asiento con la cabeza mientras observo el tremendo contraste entre la piel arrugada de mi cuerpo desnudo y el que intuyo terso y suave de la amable joven que se afana sobre mí y, bien provista de guantes de látex, recorre con mano experta mis nada atractivos carnosos pliegues que luzco en cintura y pecho buscando no sé yo qué, seguramente alguna pista que les sirva a ella y a sus compañeros para acometer lo que quiera que hayan decidido hacer conmigo. Me siento como cordero llevado al matadero. Pero estoy tranquilo, ya digo, demasiado tranqui…

«Alberto, dame un vial de anaclosil. No quiero que cuando accedamos al interior provoquemos una infección que lleve todo nuestro trabajo al garete» … «Tijeras, gasas…» … «Hilo absorbible de sutura. Grapas. Aguja hipodérmica…» Como si estuviera en el interior de una cavidad escucho voces, sonidos, frases que retumban y no acabo de comprender del todo. Sólo hay una cosa que en mi duerme vela me mantiene alegre, vivo. Son sus ojos. ¿Los ojos de quién? ¿De Lucía?

«¿De Lucía?» Esta hermosa mujer, me pregunto a mi mismo en bucle dentro de la especie de atontamiento mental en que me hallo, ¿será la misma que tan amable se interesaba hace un momento por mí?. Parece que lleva guantes, ¡sí, son guantes!,  y juguetea con los miembros de un cuerpo macilento.  «¿De quién es ese cuerpo exangüe? Lo veo desde lejos, desde afuera. Pero yo ¿dónde estoy?» Los ojos alegres de la sanitaria contrastan con la fría luz hospitalaria. Algo hay en ellos que me lleva a épocas anteriores de mi vida. Pero «¿cómo se atreve? ¿Será capaz de hacerlo? No lo creo, siempre fue buena persona. Sería una venganza fuera de lugar»

Los sanitarios, ajenos al desajuste y barullo mental que por oleadas se viene y se va de mi cabeza prosiguen profesionalmente su labor. Las batas, mascarillas y bonetes verdes se afanan en desarrollar el operatorio. Con sus manos enguantadas se aprestan a colocar los stents debidos tras haber visto en los monitores la información transmitida en su momento por los dos catéteres provistos de cámara que han empleado. Para llegar hasta la cabeza y deshacer los trombos uno de los catéteres lo introdujeron a través de la arteria carótida interior izquierda. El otro lo emplearon con una simple (¿simple?) finalidad exploratoria y accedieron a la zona por vía inguinal. Pero lo importante es que los stents …

—Los stents, como te digo, Manuel, han logrado abrir las venas y la sangre ha vuelto a fluir —me dice con cara de satisfacción y ya desprovista de su atuendo de quirófano la joven cirujana que me ha operado—.  Si todo sigue así de bien, Manuel, en pocos días podrás abandonar el hospital y seguir con tu vida habitual. Aunque creo que no debiera llamarte así sino decirte don Manuel o si lo prefieres y me lo consientes el Pulpo. ¿Le suena de algo ese nombre?

¡Sorpresa! ¡Es Marta, la alumna díscola y menos estudiosa que tuve en mi vida! No sé por qué mi confusa cabeza y mi memoria de pez creyó que se llamaba Nuria, como esa otra alumna tan estudiosa que siempre estaba atenta a mis explicaciones y que respondía con acierto a todo lo que le preguntaba. Pero no, es Marta, la adolescente armadanzas que hablaba y hablaba constantemente en clase atenta a otras cosas más que a mis explicaciones. «Señorita sobre usted sólo sé una cosa: jamás hará nada en su vida, jamás llegará a nada, jamás…»

—Sí, don Manuel, le digo que la intervención ha salido muy bien. No sabe lo nerviosa que me puse cuando lo vi sobre la mesa de operaciones. Tenía miedo de cagarla, perdón profesor, quiero decir miedo de que algo saliese mal. Y es que, se lo tengo que decir, no lo sabe usted bien, para mí en ese período de  mi vida, el Pulpo…; la de veces que he recordado esas frases que me dirigía usted diciéndome que de seguir portándome mal fracasaría y no haría nada de provecho en mi vida.

—Tú te llamas Marta, ¿no es así? —le digo entre sueños

—Sí, don Manuel. Soy Marta, la alumna más revoltosa que quizás haya tenido.

—O sea que yo era el Pulpo. Vaya, vaya, nunca lo supe. Y si alguna vez lo escuché seguro que pensé que el mote iba dirigido para algún compañero. Así de creídos somos siempre las personas, mucho más los enseñantes. Pero sí, sí, creo que me iba como anillo al dedo —y la miro sonriendo—. Ahora, doctora, estoy en sus manos.

—En fin, don Manuel, que el mote le iba que ni hecho a medida es verdad. ¿Sabe o sabes por qué? —yo le envío con mis ojos un mudo doble mensaje, de asentimiento a su tuteo y de ignorancia respecto al porqué del apodo—. Pues te llamábamos así por la cantidad de partes y de malas notas que nos ponías. «No para de ponernos partes y ceros, –dijo alguien un día-. Es como si tuviera más brazos que un pulpo»

—Bueno, bueno, bueno, todo esto está muy bien, queridos bremenautas —restalló potente, interrumpiéndome, la voz de Josep—. Me parece que la historia del profe anciano y la díscola alumna no está mal. Pero yo dije que de lo que se trataba era de darle al relato el tono propio de un autor nonagenario (olvidos frecuentes, confusión de nombres, búsqueda infructuosa de palabras, salidas mentales de contexto, olvido de lo inmediato y sin embargo claridad absoluta en lo referido al pasado, etc., etc. ). ¡Ah, que me decís que ya se lo estáis dando! ¡Ah, que es que prácticamente ya sois nonagenarios! ¡Vaya unos exagerados que estáis hechos! No sé, no sé. Salvo en la poca motilidad que manifestáis en cualesquiera de vuestros miembros, no os veo yo demasiado gagás —masculló irónico, sarcástico, cruel, el muy ladino—. Pero, en fin, prosiga vuesa merced.

—¿Pulpo para cenar hay hoy, doctora? Te conozco, te conozco, chiquilla. Me has dicho que te llamabas… ¿Lucía?

—No, Manuel, no, Lucía —dijo la doctora tras consultar la ficha de paciente que le había pasado la enfermera encargada de la planta— es tu mujer. Yo soy Marta, la médico cirujano que te ha intervenido del ictus que has sufrido.

—Recuerdo, doctora, que eras muy revoltosa en clase. Pero claro de eso hace ya muchos años. Veo que ahora eres neurocirujana, vaya, vaya, y parece que una magnífica profesional. Ahora bien a esa Lucía de la que me hablas no la conozco de nada.

Pasada una semana sin contratiempo alguno, salí del hospital. La verdad es que no sé si hubo alguna cosa que trastocase mi recuperación, y tampoco soy muy consciente de si pasé ingresado una semana o quizás más, ¿un mes…? No sé, no sé. El caso fue que ya en la calle no sabía a dónde dirigirme. Le dije al taxista, que me llevase a mi casa, claro. Afortunadamente, una gentil joven, que dijo llamarse Irene, se ocupó de hablar con la conductora. Me dio la impresión de que ambas se conocían, aunque, claro, es imposible que esas dos mujeres fuesen amigas. Bueno, no sé…

 

Marta tuvo la gentileza de acompañar a Manuel y a su sobrina Irene en el coche que conducía Lucía. Sentía curiosidad la antigua alumna por conocer la Residencia de mayores a donde los familiares del Pulpo habían decidido llevarlo. «Es imposible que vuelva a vivir solo. Tenemos que ingresarlo en un Centro para que cuiden de él. Nosotros no podemos». Marta, en su fuero íntimo, aprobaba la decisión tomada, si bien ella en eso no tenía voz ni voto. Pero quería para el Pulpo, para Manuel, ya y para siempre don Manuel, lo mejor en el poco o mucho tiempo que le quedase. Quería devolverle, aunque él no se enterase ya de ello, el tremendo favor que sus enfadados avisos de profe de Ciencias le hicieron durante su adolescencia. Gracias a esos partes, a esos ceros y a esas aparentemente devastadoras frases la chica atrevida que ella fue abandonó los malos derroteros por los que se había internado viniendo a parar en la profesional, atrevida también, que ahora era. Devolver favor por favor, en su momento imperceptibles ambos para sus beneficiarios, tanto para Marta, ayer revoltosa y parlanchina, como para Manuel “el Pulpo”, alzheimico hoy y ayer magnífico modificador de conductas.

Aranjuez y mi amor

Habitualmente, cuando viajo en el tubo, suelo perder la noción del tiempo observando a los viajeros que están frente a mí. Antes, cuando la costumbre de estar constantemente mirando el móvil aún no se había generalizado, no me era tan sencillo fijarme en la expresión de los rostros y en la forma de los cuerpos de mis ocasionales compañeros de viaje. Ahora todo es más sencillo: nadie mira a su alrededor, todos están sumergidos en el wasap no vaya a ser que algún amigo o conocido haya reaccionado a lo que sea y él o ella se lo hayan perdido.

El domingo pasado tomé el metro a la hora de mi rutina dominical, o sea, a las 12,30 de la noche. Ese día de la semana cerramos el restaurante antes e incluso hay temporadas en las que sólo servimos comidas y nos saltamos la cena por ausencia de clientes. Pero no, ese 13 de febrero había habido cierto jaleo desde las ocho de la tarde, quizás la horterada de ser la víspera del día de los enamorados tuviera algo que ver, seguramente. El caso es que volviendo en la 7 a mi casa no pude por menos que fijarme en ella. Era monilla, fina de facciones, con unos ojos que, pese al cansancio de la hora –ya digo, casi la 1 de la madrugada-, me atraparon desde la primera mirada. ¿Era ella quien me miraba o yo quien le había lanzado el señuelo? Ahora mismo no sabría decirlo. Seducir o ser seducido es algo difícil de discernir; ambos movimientos emocionan igualmente.

A la altura de Canal ella se levantó y buscó la puerta del vagón, aún cerrada al estar el convoy todavía en movimiento. Era alta, con unas piernas increíbles que surgían de unas bastas botas de recluta y se perdían en el interior de una falda tableada. Esperando la apertura de puertas me lanzó un último vistazo como si simplemente comprobase no haber olvidado nada sobre el lugar en que había estado sentada. «No está mirando el asiento, me está mirando a mí», me dije mientras con sutileza crucé mis ojos glaucos con los suyos, también verdosos. Ella pareció turbarse y sin más levantó la manilla que abría las correderas. Salió rápida y aunque la seguí con los ojos se me perdió en las escaleras mecánicas que buscaban la calle.

 

No la he vuelto a ver desde ese día, hace ya varias semanas. Sin embargo todos los domingos que servimos cenas y vuelvo a tomar la 7 a eso de las 12,30 de la noche me acuerdo de ella. Estoy convencido de que ella no se acordará de mí; es posible que ni siquiera reparase en que yo ese domingo, ya lejano, la observé con interés. Puede que sí, puede que no, eso nunca se sabe. Hoy es domingo de nuevo, son ya la una de la madrugada y como siempre vuelvo a casa tras un duro día de trabajo. No me tengo casi en pie, estoy muerto, las varices se me hinchan tras estar tantas horas levantado recorriendo el salón hacia arriba y hacia abajo tomando las comandas y llevando los servicios. En este estado de conmiseración me encontraba cuando girando levemente la cabeza vi unos ojos verdes que me miraban con interés, transmitiendo al resto de la cara una alegre expresión. Era ella. ¿No se bajaba aquí, en Canal? ¿O es que acaso había entrado en el vagón sin yo haberme percatado? ¿A dónde se dirigiría? ¿En qué trabajaría?

—Perdona —me dijo al ver que yo le sostenía la mirada—, creo conocerte. ¿Vives en Tres Encinas?

—¿Cómo? ¿Que si vivo en Tres Encinas? —respondí algo azorado—. No, pero sí que viví allí durante un tiempo. Ahora he cambiado las encinas por los olivos —añadí, intentando tomar el mando de la conversación.

—Veo que estás hecho todo un conservacionista —la belleza de sus ojos, su viveza, me anegó por completo, apenas si yo podía mantener el tipo—; o sea que has cambiado las encinas por los olivos. Está bien eso pues ambos árboles son poco exigentes y piden poca agua para subsistir.

—Tú también me resultas conocida —no quería que la conversación se acabase, necesitaba mantener el hilo abierto; no sabía a donde quería llegar, pero sí lo que deseaba conseguir: quería cautivarla, seducirla, enamorarla, entusiasmarla… Había en ella algo que me llamaba, que me ataba, que me decía que no era la primera vez que nos veíamos, que me decía que habíamos hablado ya más veces, que nos conocíamos desde hacía tiempo, quizás desde hacía muchos años…

—No sé, quizás nos hayamos visto por ahí —me respondió risueña—, Madrid no es tan grande como parece. Por cierto, ¿tú, cómo te llamas?

—Sí, es fácil que nos hayamos visto por ahí. Yo recuerdo que te vi hace unas semanas en este mismo metro. Te bajaste en Canal. Ah, me llamo Yanay.

—Creo que me confundes con otra persona, no suelo tomar esta línea y menos un domingo a estas horas. Es más, en mis recorridos subterráneos Canal es un nudo de comunicaciones que suelo evitar siempre que puedo. El abigarramiento de gentes y medios de transporte me marean.

Y prosiguió diciendo:

—Qué gracia y qué curiosa coincidencia. Yo también me llamo Yanay

—¿Sabías que ‘Yanay’ quiere decir “respondón, el que responde”? —añadí sonriendo.

—O sea que en mi caso al declararte mi nombre —me dijo entre risas; una maravilla la suya, que me conquistó más que ninguna otra cosa— estoy señalándome como ‘respondona, parlanchina, la que nunca se calla…’.

En estas estábamos cuando la línea 7 llegó hasta su cabecera o final de trayecto, a Pitis. Ahí cabían dos opciones o seguir tonteando recíprocamente a lo Yanay o despedirnos y tomar cada uno el Cercanías o el Bus que nos correspondiese. La casualidad quiso —¿casualidad? Aún, transcurridos ya varios meses desde ello, me lo sigo preguntando— que los dos tomásemos en taquilla sin siquiera habérnoslo comunicado el mismo tren, el C-3a con destino Aranjuez. «Ahora va a resultar que ambos somos ribereños o que residimos en la ciudad de descanso de la Monarquía Hispánica», pensé.

—Veo que los dos viajamos en la misma dirección —le dije mirándola con emoción a los ojos. Ya no me paraba en barras. Yanay mujer me estaba conquistando, si es que no me había conquistado ya.

—Sí que es casualidad, tocayo —la risa parecía acompañar cuanto me decía. Diríase que ella sabía alguna cosa que yo ignoraba, algo que se me escapaba. Ya se sabe que los de sexo masculino (ahora se dice género gramaticalizando, objetualizando, una condición biológica) somos más bien torpes para ciertas cosas—. Cosas más extrañas veredes si persistieres, amigo Sancho —y su risa pasó ya a la condición de carcajada.

«¿Por qué ríe de esta manera? ¿Qué sabe ella, que yo desconozco por completo?» Mi cabeza iba a mil por hora intentando procesar datos y más datos a fin de llegar a alguna conclusión válida. Pero nada, en mí sólo había una certeza: me había enamorado. No sabía lo que era eso, pues la ebriedad anímica en la que me encontraba era totalmente novedosa para mí. Pero sí, eso debía de ser, me habría enamorado, no cabía otra explicación.

—Hay algo en ti —me atreví a decirle mientras el cercanías que nos alejaba de Madrid nos acercaba más y más a la villa del motín contra Godoy— que me atrae irresistiblemente, Yanay.

—Hay que tener mucho cuidado —respondió Yanay con presteza— para no caer en el engaño. A veces los afectos son puro reflejo del propio, como si del efecto rebote de una medicina se tratase.

—¿Qué dices, Yanay. No alcanzo a entenderte?

—Sí, ya veo —me interrumpió—. El amor alcanza a veces el grado de egoísmo. Antes de ahogarse cual Narcisos en las aguas que nos reflejan, conviene atar cabos, sacar conclusiones, meditar. Lanzarse sin más a la emoción, por muy grata que esta pueda parecer, no genera más que desilusión, desánimo.

—Reflexionas en general —le dije— o es una admonición que me estás lanzando, querida amiga.

—Tómatelo como quieras, Yanay —me respondió Yanay—. Tus ojos glaucos me han seducido, tu porte marcial, tu esbelta figura, tus palabras amables. Yo también temo perecer en las mismas aguas. Sé que a veces, cual Eco, me enamoro de mí misma.

—Te miro y me veo reflejado en ti, Yanay —aproximándome a ella miraba sus preciosos ojos verdes. Qué hermosa mirada, ¿era yo viéndome reflejado en un espejo o era otra persona?— ¿Eres tú quien me devuelve el amor con la vista?

—Yo no soy y sí soy Yanay, amigo ribereño —me lanzó con dulzura—. Yo soy tú, del derecho y del revés. Por eso muchos me llaman Eco, pero yo más bien diría que soy puro reflejo, un doble de quien me ve.

 

Todo esto pensaba cuando entré en el número dos de la Calle Príncipe de la Paz. En la oscuridad del zaguán de la vieja casona un espejo fijado en la pared me devolvió la imagen de… ¿de quién: Yanay, Eco, su doble, ella, yo…? Evidentemente de mí. Era yo el único paseante dentro de la inmensa sala desde la que se accedía a mi casa. Me sentí confuso, desdoblado. ¿Había desaparecido ella o es que jamás había existido? Pensé que quizás yo mismo era ella tal y como Yanay me había dicho en ese trayecto hasta Aranjuez. Lo que me confundía era no saber en qué punto del recorrido, en qué momento se había producido la duplicación en hombre y mujer para luego desaparecer. ¿Qué había quedado de esta copia? ¿Sólo un palíndromo?

«Mañana será otro día», me escuché decir en voz alta cuando apagué la luz del dormitorio para intentar dormir un poco. No sabía si lo vivido esa noche había sido cierto, real, irreal o simplemente el deseo de encontrar mi doble, una reproducción de mí mismo. Aunque, pensándolo mejor, quizás lo único que había ocurrido es que mi yo había crecido en falsedad, en hipocresía, y la vida más que con un doble egoísta me pagaba, como me merecía, con doblez, la misma en que llevaba instalado desde no sé ya cuánto tiempo.

La grieta

Que de vez en cuando la tierra tremase bajo sus pies era algo que a Eleuterio y a Pródiga ya ni les preocupaba. No era infrecuente que la cristalería expuesta en las vitrinas de los muebles del salón, donde apenas si entraban alguna vez y que Pródiga cuidaba con esmero, tintinease. Ellos siempre lo achacaron a la vejez del edificio, construido hacía ya casi ochenta años con la estructura arquitectónica que tanto se estilaba por entonces: viguería de madera con arquitrabes finamente tallados en los dinteles de las ventanas. «La madera es un organismo vivo» era la frase que Eleuterio gustaba de repetir hasta el cansancio cada vez que el tintín alcanzaba sus oídos. Pero una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo, vamos que hablar ex cátedra sobre lo ajeno difiere muy mucho de cuando eso mismo o parecido le sucede a uno. No es que Eleuterio formulase su pensamiento en este u otros parecidos términos, pero era evidente que su cabeza se iba por esos andurriales cuando oía entrechocar los finos vasos, las delicadas copas para el licor e incluso los boles, nunca utilizados por demasiado frágiles para un uso diario.

La preocupación de la pareja fue en aumento según pasaba el tiempo y el fenómeno se repetía cada vez con más frecuencia. Al leve tintinar vino a sumarse, en la capacidad de sorpresa de Lute y señora, una grieta que en el mismo salón un día apareció. Al principio apenas si era visible y cuando repararon en ella, rápidamente la achacaron a la vetustez de la pintura de la pared que, según Pródiga, necesitaba ya una manita. Pero para eso Eleuterio era muy suyo e invertir en la propia casa era algo que siempre rehuía.

—Que no, Pro, que no. Sabes que no me gusta tirar el dinero, y gastarlo en la casa no deja de ser una manera de tirarlo. ¿Qué necesidad hay de derrochar un dineral en embellecerla si nunca viene nadie a vernos?

—Hay que hacerlo, Lute, cariño —respondía Pro, gatuna ella, a esta fingida austeridad, manifestación más que otra cosa de la tremenda tacañería de su marido—. Me da que, de seguir en este plan, un día se nos cae la casa encima. ¿No te das cuenta?

—Que cuenta ni cuento, Pródiga, sabes que no me gusta y punto… —. Y de serie, de nuevo salía por su boca la misma letanía, como si estas conversaciones fuesen para él semejantes a esos viacrucis que tiempo atrás, cuando aún acudía a la iglesia, tenía el hábito de rezar.

Pasados unos meses lo que en principio parecía una mera fisura en el gotelé de la pintura se había convertido en una ranura de casi un centímetro de ancho. Eso ya les preocupó un tanto, pero la tirantez en el diálogo entre ambos sobre el asunto era tal que decidieron hacer como si no le prestasen atención alguna, si bien la procesión iba por dentro. Según crecía la ranura en la pared, al tintineo de la cristalería vinieron a sumarse los crujidos y chasquidos provenientes de los puntales y las riostras del armazón del techo. «¡A ver si resulta que lo de la pared tiene relación con estos ruidos que cada vez se oyen más!» Esto pensaban ambos, aunque ninguno se atreviera a decirlo en voz alta para no ser tildado por el otro de alarmista y fantasioso.

Con el tiempo comenzaron a caer al suelo objetos colgados en los tabiques: primero fue un calendario de explosivos Riotinto que mostraba a la famosa mujer morena pintada por Julio Romero de Torres y que Eleuterio conservaba a pesar de que ya habían pasado cuarenta años desde que se lo dieron. Sirvió para decorar durante un tiempo el taller de ventanas que tenía en la localidad onubense de donde era y que tan bien le iba por esos años. Luego vinieron épocas aciagas y la reconversión industrial se llevó la siderurgia por delante. Con el desfallecimiento de la minería de los carbonatos murieron las industrias nacidas a rebufo de la misma y Ventanas y Fallebas S.L. fue una de ellas. Todo fue acabándose, sí, todo menos la imagen de esa mujer que prendía fuego a un cohete de feria y que, pícara, devolvía la mirada a quienquiera que echara un vistazo al almanaque en el que aparecía.

Otro día fueron los platos de Talavera los que pese a estar bien sujetos en sus fijaciones metálicas no resistieron los temblequeos que cada vez más se sucedían. Primero se quebró el de loza, uno bastante feo cuyo motivo pictórico era el escudo del Real Madrid y que, al igual que Eleuterio, todos los miembros de la Peña madridista del pueblo recibieron de regalo una Navidad por el 25 aniversario de la misma. No le importó a ninguno de los dos. Pero cuando a las pocas semanas con un estrépito de mil demonios se hizo pedazos el talavera que adquirieron en México, a donde hacía bien poco habían viajado para celebrar su jubilación y sus bodas de oro, ¡ay, amigo, eso ya fue otro cantar! Los dos estallaron en lamentos, sollozos; a ambos, especialmente a Eleuterio, la sensación de haber tirado una vez más el dinero los ahogaba: «¡Te das cuenta, Pro, te das cuenta! Mira que yo no quería adquirirlo, pero tú nada, dale que dale. ¿Para qué? Para esto, para verlo hecho añicos. Nunca me haces caso y…»

—Calla, calla, por favor Lute —con lágrimas en los ojos y una febril temblequera Pródiga respondió a su marido—, cállate de una vez, hazme el favor. Lo importante no es el dinero que nos costase el dichoso talavera, sino lo que para nosotros representaba, al menos para mí. Siempre lo tuve por símbolo del amor que nos profesamos o que nos profesábamos porque veo, Lute, que tú, que tú… ¡tú, ya no me quieres! —y ocultando la llorera que se había apoderado de ella salió corriendo del salón sorteando los cortantes trozos del plato.

También las fotografías familiares fueron cayendo sucesivamente cada vez que los movimientos se repetían con mayor frecuencia y virulencia. Primero fueron las de la comunión de Alberto, el hijo al que un desaprensivo segó la vida con apenas veinte años; tras él, a los pocos días, el fino marco de madera que albergaba la imagen de Cristinita, la niña de sus ojos, vestidita de primera comunión como si fuera una novia, se hizo añicos al chocar contra las baldosas del suelo. Milagrosamente la fotografía de boda tamaño Din-A4 de Eleuterio y Pródiga quedó bamboleante, sujeta por una alcayata de las dos que durante 50 años la sostuvieron. El movimiento pendular a un lado y otro de la imagen de Lute y Pro cada vez que las vibraciones se producían parecía anunciar el ineludible momento último contenido en el hasta-que-la-muerte-nos-separe que, tan alegres, ambos un día lejano se prometieron ante el altar.

La pareja estaba tan habituada a este temblequeo, casi perpetuo, que ya ni reparaban en él. No se percataron de que en una fotografía de tamaño medio, de esas que las familias solían hacerse con los abuelos en el centro rodeados de hijos, yernos, nueras y nietos, estaba sucediendo un fenómeno cuando menos incomprensible. Un día Eleuterio se dio cuenta de que de la misma habían desaparecido los abuelos y ese tío médico al que jugando al Remy le dio un jamacuco y marchó de este mundo sin dar el coñazo a nadie (¡Un señor!). Lute no quiso decir nada para no asustar a Pródiga; es más, lo que hizo, dados los cambios telúricos acaecidos en la casa, fue voltearla, ponerla de cara a la pared. De vez en cuando se acercaba a ella y le echaba un vistazo: observó que la imagen de la madre estaba bastante difuminada, casi invisible ya; y que la de un hermano que estaba muy malito era ya algo evanescente, aunque aún se le reconocía adecuadamente.

Cuando se produjo el esperado y temido por ambos big bang final, tuvo lugar el descubrimiento. Todo sucedió en forma de un tremendo chasquido seguido de fuertes vibraciones que duraron poco, aunque parecieron eternas. Fue entonces, cuando la fotografía hasta ese momento escondida se vino al suelo y Pro fue a recogerla, que se pudo apreciar: apenas si quedaban visibles en la imagen tres personas de las dieciséis primitivas. Pródiga y Eleuterio se fijaron más y percibieron que la de ella niña estaba como desvaída, clareando, desvaneciéndose sobre el papel. ¿Habría que tomarlo como una advertencia, como el aviso de un oráculo al que voz en alto nada habían preguntado, aunque cada uno de ellos sí lo hubiera hecho en silencio?

Eleuterio frenó su primer impulso de ir a la otra habitación donde, semejante a ésta de Pródiga, una fotografía familiar de los suyos llevaba prendida a la pared desde hacía muchos años. No se atrevió, tuvo un pálpito. ¿Y si en la misma se hubiera producido el mismo fenómeno que en la de Pródiga? ¿Y si él también estuviera casi borrado? La racionalidad se impuso en ambos. No había que hacer caso alguno a este tipo de imaginaciones, de fantasías. No había que preocuparse. No había que creer en malas ni en buenas vibraciones.

 

La pierna escayolada, elevada y sostenida por una especie de pequeña grúa, no impedía a Pródiga meditar, en la habitación de hospital donde se encontraba, sobre la impresionante cabezonería de Eleuterio empeñado siempre en no hacer arreglos en la casa. Estaba muy pesarosa, muy contrariada por ello, llorosa, muy triste. Y eso que, se decía para sí misma, yo al menos he podido contarlo.