Un tal Slim

Había una vez una belleza sin par de hermosos campos granados que en primavera lucían sin igual y que, tras ser cosechados, llenaban los silos de todo el mundo. Enormes barcos eran los encargados de transportar el preciado grano recolectado. Occidente estaba prendado de su hermosura: sus bucles dorados, sus hermosos ojos azules y la tez nívea de su rostro lo atraían desde antiguo. Rutenia, que así se llamaba la joven, le hacía ojitos y siempre la deseó tanto o más que ella a él. Pero ¿cómo conseguir unirse a él? —pensaba la bella Rute—, ¿cómo atraerlo y también cómo convencerse completamente a sí misma sin que nadie en su interior se mostrase airado?

Fue un suceso en apariencia inesperado el que precipitó los acontecimientos que se produjeron. Vladimir, heredero del antiguo imperio, la Rusia zarista, mutado a comienzos del siglo pasado en imperio soviético, se fijó en ella. Nikita, antecesor suyo en el cargo, llevado de una soberbia sin par y creyendo que en verdad el sistema establecido tras la Revolución perduraría por siempre, había decidido años atrás dar a las distintas repúblicas que constituían la Unión el derecho de autodeterminación, seguro de que jamás se desgajarían del tronco común, dada la teórica condición de Estado de inigualable bienestar.. Pero sucedió que dentro de esa misma Unión de Repúblicas surgieron movimientos y voces que solicitaron ejercer dicho derecho. Fue así como, en la última década del siglo XX, las distintas repúblicas soviéticas se fueron separando de la madre Rusia

La hermosa Rutenia ansiaba caminar sola, pero los restos del Imperio, principalmente la Federación rusa que dirigía Vladimir deseaba absorberla, integrarla en su agrupación. Como en el cuento de los hermanos Grimm la belleza de la rubia de ojos azules llenó de deseo a la bestia, al oso ruso, que anhelaba casarse con ella para disfrutar de sus encantos agrícolas, literarios, artísticos, incluso religiosos. Rutenia no sabía cómo comportarse, pues a un mismo tiempo quería y no quería. Sumida en este mar de dudas se hallaba cuando de repente ante ella apareció un pequeño mago cantinflesco de nombre Slim. «Si no quieres morir despedazada por Rusia, deberías aceptar sus requerimientos» —le dijo en cuanto la vio— . Rutenia accedió a medias, un poquito sólo, porque lo que ella más ansiaba era casarse con Europa que, de siempre, le hacía ojitos. Para Europa que esta belleza aceptara una violación, por pequeña que ésta fuera tal y como la había aceptado por parte de Rusia, era inaceptable: si la bella Ucrania persistía en su empeño de encamarse con el Continente, habría de eliminar cualquier lazo con la nueva Federación de Repúblicas de Rusia. Difícil cuestión dado que la bella nación había votado una presidencia de aquiescencia rusa.

Rutenia hubo de volver a pedir ayuda con todas sus fuerzas al pequeño Slim que apenas si levantaba un palmo del suelo. Esta vez también se la concedió, si bien lo hizo de una manera confusa, enrevesada, acorde al lenguaje que utilizaba; fue en forma de revolución popular, la revolución naranja, que obligó a los nuevos mandatarios a convocar nuevas votaciones que dieron como resultado que un antiguo y desconocido payaso de nombre Volodimir fuera quien salió elegido. Las dos trenzas rubias de Ucrania hermosearon más aún si cabe por esto. Ya se veía Rute en el lecho de Occidente, cuando éste le reclamó un tercer gesto a todas luces imposible: derrotar a Rusia, expulsarla de sus territorios. Primero Crimea, sede de la flota rusa del mar Negro, regalo de Kruschev a la República Soviética ucraniana cuando ingenuamente Nikita pensaba que en el futuro todo seguiría siendo igual, pero también el Donbass, Donetsk y Lugansk donde vivían gentes de lengua, cultura y sensibilidad rusas, regiones ucranias ocupadas por Rusia en 2014, deberían de reintegrarse en la nación si es que ella seguía deseando compartir su vida con él.

¿Qué hacer? Rutenia, Ucrania, la gentil belleza rubia de ojos azules, estaba desesperada. Sólo le quedaba recurrir de nuevo al mago enano, a pesar de cuantas exigencias le impusiese para acceder a sus peticiones. ¡Y el enano Slim le prometió ayudarla a cambio de una sola cosa: debía de adivinar quién era él en realidad, cómo se llamaba aquel pequeño ser que oculto en una maraña de contactos, sedes y empresas tantos favores le estaba procurando! Ucrania entró en pánico, pues pese a haber completado satisfactoriamente todo lo solicitado en los dos primeros requerimientos, sin embargo el tercero tenía este terrible condicionante: «¿cómo se llama quien tanto bien te está  procurando?» Imposible lograrlo.

El antiguo cómico ucraniano, hoy serio presidente electo del país, en uno de sus viajes por Occidente recabando ayuda en dinero y armas para luchar contra el oso ruso, creyó escuchar en una ocasión, o quizás le pareció entender, que una tal Nati, Oti o algo así —nunca su oído fue hábil para lenguas ajenas— estaba tras el tal Slim, pequeño en estatura, pero grande en recursos. De vuelta al durante siglos granero de la Rusia zarista vio que las cosas no iban nada bien en el terreno de batalla, que el zar actual no tenía el propósito de abandonar la colmena que tanto le agradaba. De ahí que le fuera preciso dar pronta respuesta a la tercera pregunta que el pequeño conseguidor le había hecho; si no lo hacía, perdería para siempre lo que ella más preciaba, su hija Crimea, la perla del mar Negro, hoy en manos del insaciable plantígrado.

—Las cosas no te van demasiado bien en el campo de batalla. Estás a punto de fracasar en todos los frentes y objetivos bélicos. Sólo tienes una posibilidad de mantenerte viva: responder satisfactoriamente la pregunta que te he hecho sobre mi identidad; si no, Crimea y toda tú pereceréis —le había dicho el mexicano Slim con la cara de quien se sabe imbatible.

Trastabillada, nerviosísima, insegura, sin saber qué responder, Ucrania recordó vagamente a esos mandatarios europeos que Volodimir, durante sus visitas recaudatorias, había oído farfullar y sisear en voz baja el nombre del auténtico hacedor, del conseguidor de fondos y recursos. Fuera de sí y con serio temor a equivocarse exclamó:

—¡Natotán! No, no, perdón, no era así, sólo Totán o quizás Toti, o Nati, Nato, y por qué no Otan, aunque me suena más…

Slim, el mago enano, enfurecido no quiso escuchar más, jamás pensó que nadie, y mucho menos un payaso, llegara a descubrirle.

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